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Historias

El hombre equivocado

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Foto:

Revista Don Juan
Esta crónica hace parte del especial El hombre equivocado, el primer podcast narrativo de no ficción de El Tiempo y DONJUAN.
 
I
Adolfo
Alguien tuvo que haber calumniado a Adolfo Gutierrez Malaver, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. El 25 de octubre de 2002, un amigo de la infancia con el que jugaba microfútbol los fines de semana lo llamó al celular. “¿Nos podemos ver?”, le preguntó Aldemar Daza, su compadre. Dijo que tenía un trabajo para él. “Veámonos en la Primera de Mayo con Décima”, le propuso a Adolfo la voz al otro lado de la línea, “yo lo espero”. Como estaba sin empleo y debía hacer unos mandados por ahí cerca, Adolfo llegó caminando a esa esquina en poco tiempo. Eran las diez de la mañana. Buscó con la mirada pero no vio a Aldemar, así que decidió esperarlo recostado contra la pared de un asadero de pollos, pendiente de su teléfono. Lo rodearon en segundos. “Quieto, guerrillero hijueputa”, le dijeron. Eran seis, recordaría después, “uno alto calvo, otro gordo, uno moreno no muy alto, uno gordo-gordo… y otros dos de estatura mediana”. Los cañones de sus armas eran inconfundibles, tan cerca de su cara, clavándose en sus costillas. Empujaron a Adolfo hacia un Chevrolet Corsa verde, aparcado a unos metros, y le vendaron los ojos; lo acostaron en el asiento del pasajero, su boca y nariz presionadas contra el tapizado, y tres personas se le sentaron encima. Uno sobre sus piernas, otro sobre su espalda, y el último puso todo el peso del culo sobre su cabeza. “Somos paramilitares”, dijeron sus secuestradores, entre golpe y golpe al estómago, al pecho, a la entrepierna. “¡Lo vamos a matar!”. El auto arrancó.
La tortura empezó esa misma tarde. Puños y patadas, sí, pero también el tacto rechinante de una bolsa plástica sobre su cabeza, que de repente lo sofocaba con un olor que le prendía fuego al aire en sus pulmones. Amoniaco, quizá. “Es una vaina que se le va a uno por la nariz y eso siente uno que le duele la nariz, que le duele el estómago, que le duele la cabeza, las orejas, los oídos… Era muy horrible.”. También le pasaron corriente. Ajustaban los caimanes a cada parte de su cuerpo: los gordos de sus brazos, las puntas de sus dedos, pero el lugar favorito de sus secuestradores eran los testículos, donde la electricidad se siente “más brava”. Le preguntaban por algo que llamaban “la chapa”, a lo que Adolfo respondía: “La única chapa que tengo es la de la correa, ¡yo no me he robado ninguna chapa!”. Le preguntaban por un tal Popeye, y él les decía: “El único Popeye que distingo es el marido de Oliva”. Nunca supo a dónde lo llevaron, aunque había visto brevemente un edificio en ruinas y sentía un martilleo cercano, como una pared que están tumbando. Comía poco, lo que le daban, más que nada un líquido dulzón, como gaseosa. Dormía de pie, con las manos esposadas sobre su cabeza, como si lo tuvieran colgado con un gancho de carnicero. Sintió el paso de mañanas, tardes y noches, marcadas más por las manchas de luz que distinguía a través de los parches en sus ojos que por la rutina de los secuestradores. La tortura, después de todo, podía llegar a cualquier hora.
Entre un interrogatorio y el siguiente intentaba descifrar qué estaba pasando, pero su mejor teoría era que lo tenían ahí por mujeriego. Oiga, ¿cuál vieja será la que le dijo al marido o qué?, se preguntaba, repasando el catálogo de mujeres con las que había engañado a su propia esposa: jóvenes y viejas, solteras y casadas, lo que saliera. ¿Cuál marido celoso será el que me tiene aquí?
A veces escuchaba a alguien barrer el piso a su lado. Adolfo hablaba. Al principio nadie contestaba, sin embargo en una ocasión le respondieron:
–¿Qué quiere? –dijo una voz ronca. A Adolfo le era imposible distinguir si se trataba de un hombre o una mujer.
–Vea, lo que pasa es que yo no sé dónde estoy, yo no sé quiénes son los que me tienen aquí –dijo Adolfo. Recitó de memoria el número de su casa y le pidió a la persona que llamara a su esposa–. Que ella sepa dónde estoy.
–Mmm-hmm –concedió la voz antes de alejarse. No dijo más.
Sus captores lo amenazaban cada vez que estaban cerca. “Espere a que llegue el patrón”, decían, porque el patrón supuestamente no tenía ningún respeto por la vida. Cada vez que la tortura acababa, Adolfo pensaba: “Ya me van es a matar”. Pero ese tiro de gracia nunca llegó. Rezaba para que no lo mataran, a la vez que se sentía impotente de no saber cuándo llegaría la bala o el garrotazo que lo acabaría todo. Se arrepentía de las bicicletas que no les compró a sus hijos por andar bebiendo, o de ponerle los cachos a su esposa. Con el tiempo empezó a escuchar el sonido de radios que los “paramilitares” cargaban consigo. Como Adolfo había sido supervisor de seguridad en San Andresito Norte y conocía las claves de radio de la Policía Nacional, se dio cuenta de que las voces granuladas que escuchaba salir de los aparatos decían cosas como “deme su 5-20” (su ubicación) o “¿me puede hacer un 5-18?” (presentarse en un lugar). Así supo que no eran guerrilleros quienes lo tenían secuestrado.
Luego de cinco días de cautiverio, del 25 al 30 de octubre de 2002, le dijeron que lo iban a entregar. Lo dejaron en el piso de un baño desconocido. Al rato, un joven con chaleco verde, un policía, se lo llevó al edificio de la SIJIN. Estaba desnutrido, no podía respirar bien, sus ropas estaban manchadas de sangre y tenían el olor de sus orines y sus heces. Lo sentaron en una oficina, junto a un abogado que supuestamente tenía el deber de ayudarlo, pero que no parecía ser de mucha ayuda. Gloria Criales, una fiscal rubia y pelicorta, con un gesto agrio en el rostro, se sentó frente a él y le preguntó:
–¿Por qué lo hizo?
Adolfo no entendía. Gloria Criales continuó: una semana antes, el 22 de octubre de 2002, hubo un atentado de las FARC, un carrobomba que había explotado en el lavadero de autos justo al lado del comando de la Policía Metropolitana. Hubo dos muertos, un bachiller y un joven que limpiaba autos; decenas de heridos y millones en daños materiales. Adolfo se acordaba de haberlo visto todo por televisión, en vivo, al otro lado de la ciudad, justo antes de salir a dejar a sus hijos en el colegio. Su esposa le mostró las imágenes y él se encogió de hombros y dijo: “Ah, eso no se preocupe por eso que eso ya es como la rutina de aquí de Bogotá”.
–Hombre, diga que usted fue, vea que le ayudamos –decía la fiscal, intentando sacarle a Adolfo una confesión del atentado.
–Diga que sí, diga que sí –insistía el abogado, una y otra vez.
–No, yo no voy a aceptar lo que no hice –respondió Adolfo. Mucha gente lo había visto llevar a Andrés y a Juan David a la escuela ese día. Él estaba seguro de que podía demostrar su inocencia: había pruebas y testigos.
Pero en vez de escuchar sus argumentos y sus quejas sobre torturas y demás, la fiscal sacó un papel y se lo pasó a Adolfo. Era una indagatoria de Aldemar Daza, que, según él, era “tan amigo, tan unido, tan estimado, como de la familia”, en la que había dicho que un guerrillero conocido como Popeye le pagó doscientos mil pesos por hacer un trabajo en un potrero, el 18 de octubre de 2002; había dicho que actuó de centinela, pendiente de que no pasara ninguna patrulla de la policía o del ejército, mientras que un grupo de “guerrillos” ponía explosivos en un taxi, y había dicho que ese día, junto a Popeye, subiéndose a ese mismo taxi, vio a su buen amigo Adolfo Gutierrez Malaver.
Adolfo no lo podía creer.
–Usted está acusado de terrorismo, de daños al Estado, de homicidio, de tentativa de homicidio y de rebelión, entre otros –le dijo la fiscal.
Lo encerraron en los calabozos de la SIJIN. Allá lo encontró Amparo, su esposa, que lo había estado buscando todos esos días en los hospitales y las morgues de Bogotá. La noche anterior había recibido una llamada al teléfono de la casa, una voz ronca y difícil de distinguir que le dijo, antes de colgar a toda prisa: “Váyase para la SIJIN porque no se sabe si a su esposo lo van a judicializar o qué van a hacer con él”. Ella le llevó algunas prendas para que se cambiara. Estaba en esas mismas celdas, cuando Adolfo oyó que un muchacho blanco y con la nariz chata preguntó por su apellido entre los detenidos.
–Soy yo –dijo Adolfo.
El muchacho se acercó y le extendió la mano.
–Mucho gusto, yo soy Popeye.
–¿Popeye? ¿Por el que me estaban preguntando?
–Sí –respondió el muchacho–. Me metió Aldemar en esto, como a usted. Que dizque colocamos una bomba. Nosotros somos supuestamente socios.
En la noche, los noticieros ya anunciaban la captura de cuatro sospechosos. De Adolfo decían que era miembro de las Farc y que había ayudado a armar el carrobomba. Lo apodaron “el Zarco” por el color de sus ojos.
 
II
Proyecto Inocencia
En Colombia, el Proyecto Inocencia es una iniciativa de la Universidad Manuela Beltrán. Por su nombre adivinarán que ayuda a personas de bajos recursos económicos, condenadas por todo tipo crímenes pero que pueden aportar nuevas pruebas para demostrar su inocencia. Desde el 2007 este proyecto ha ganado trece casos entre miles de solicitudes recibidas y cientos de casos en los que han trabajado: son trece personas que han sacado de las cárceles colombianas, o de los líos judiciales en los que estaban metidos, a través de recursos como derechos de petición, tutelas y acciones de revisión. “No hay satisfacción como la de este trabajo”, concede la abogada penal Olga Sánchez. Hace poco liberaron a la decimotercera víctima del sistema judicial y cuando llegó a la oficina le dio las gracias y un abrazo sincero. “Siempre le digo a los estudiantes, esas son cosas que el dinero no puede pagar”.
–¿Y qué es lo más frustrante del trabajo?
–Que en las acciones uno identifica que hay violaciones al debido proceso, hay errores, hay fallas sustanciales… Y sin embargo las cortes las devuelven diciendo: “De malas, debió haberlo alegado en el proceso”, o “ya pasó mucho tiempo y no tiene inmediatez” –contesta Olga–. Como si a nadie le importara la justicia.
–O cuando realizas todo el estudio del caso y te das cuenta de que sí hay errores, de que la persona sí puede ser inocente, pero no tenemos cómo probarlo –añade Mónica Ortega, una estudiante de derecho que hace sus prácticas con el Proyecto Inocencia.
–¿Tienen algún caso en mente?
–Un caso de homicidio agravado –dice Mónica–. Se presenta un altercado entre las barras de Millonarios y Santafé en un bar y sale una persona que fallece. Nuestro usuario es hincha del equipo de Millonarios y a él lo señala un amigo de la persona que fallece, principalmente por sus características físicas: es una persona grande y muy gruesa. Lo condenan principalmente por eso. El usuario tiene un problema en la mano derecha y no tiene movilidad. Nuestra defensa se basa entonces en eso, en que él no pudo realizar la agresión. Consultamos con un médico legal a ver si podíamos presentar eso como prueba, su historia clínica y demás, pero el médico legal dice que no hay posibilidad de defenderlo con esa incapacidad. Y pues no… No hay otra manera.
–O sea, tienen que escribirle ahora diciéndole que no hay posibilidades de demostrar…
–Exactamente, sí.
Un pequeño spoiler: el Proyecto Inocencia no estuvo involucrado en el caso de Adolfo Gutiérrez Malaver, pero ha tenido una buena dosis de casos igual de trágicos y dramáticos. ¿Quieren que les cuente sobre el caso de la señora Rosalba Correa, una ciudadana de más de sesenta años que tenía dos penas por hurto agravado? ¿O sobre el señor Néstor Buriticá, que fue arrestado y procesado por recibir dos bolsas de leche robadas? Mejor les cuento sobre Juan Camilo, cuyo nombre permanecerá anónimo porque él así lo desea. Lo interesante de su historia es que él no pasó un solo día encerrado en una prisión, nunca sintió un par de esposas apretando sus muñecas. Solo le llegó una carta de la Fiscalía avisándole que tenía que estaba acusado de un robo en Ibagué y tenía que presentarse a juicio. Eso fue directamente a su expediente: “Duré como tres años en los que no pude trabajar porque en todos los trabajos obviamente consultan el pasado judicial de las personas y me salía eso”, contó al entrevistarlo. Antes de que el Proyecto Inocencia lo ayudara a solucionar su problema, no podía votar, se obsesionaba con revisar constantemente su pasado judicial y a veces tenía miedo de ir a un bar o a una discoteca, porque si la policía llegaba a pedirle la cédula lo podían arrestar. Lo peor es que el verdadero responsable del robo por el que lo acusaban y él ni siquiera se asemejan: “Era una persona que tenía un tatuaje; yo no tengo tatuajes. Una persona de más o menos 1,70 de estatura, pero yo mido 1,78. Decía que el acusado tenía piel blanca, yo soy de piel morena. Entonces yo decía: ‘¿Pero cómo es posible si no se parece en nada a mí? ¿Por qué me pasa una cosa de estas si realmente yo siempre he sido una persona honesta y trabajadora y no tengo nada que ver con esto?’”
Esa es la cosa. Esto le puede pasar a cualquiera y le puede joder la vida a cualquiera. Y no necesariamente con un tiempo en la cárcel, basta con una citación.
Pero, bueno, concedido, terminar en la cárcel es mucho peor.
III
El proceso
El caso contra Adolfo Gutiérrez Malaver fue largo e innecesariamente complicado. Había tres personas acusadas junto con él en el mismo proceso: Aldemar Daza, por su participación en los hechos; alias Popeye, que decía que Aldemar también lo había inculpado; y un tal Henry Lidoro Portilla, dueño del carro que se usó para cometer el atentado. Por los cargos de homicidio, tentativa de homicidio, terrorismo y daño en bien ajeno agravado, todos se declararon inocentes. En cuanto a las pruebas, testigos y alegatos contra Adolfo, iban más o menos así:
Por un lado, la Fiscalía presentaba lo siguiente:
1) Lo primero era un registro de llamadas entre Aldemar y Adolfo. Ninguno de los dos negaba las llamadas, pues eran amigos. Existía también una llamada desde uno de los teléfonos de Popeye, pero Adolfo dijo que él nunca habló ni conoció a ese hombre hasta que se lo encontró en los calabozos de la SIJIN. Aldemar seguramente lo había llamado desde ese celular y él había contestado. “Si alguien sabe mi número y me llama, pues yo contesto porque para eso cargo el teléfono, para contestarlo”, decía Adolfo. El mismo Popeye concedió en juicio que sí le había prestado uno de sus celulares a Aldemar Daza.
2) El celular de Adolfo, que se encontraba a nombre de una compañía que no aparecía registrada en la Cámara de Comercio… Lo cual era sospechoso, mas no era una prueba en sí misma.
3) Por último tenemos, el testimonio de Aldemar Daza, el testigo estrella de la Fiscalía: él decía haber estado presente el supuesto día que se armó el carrobomba y que, luego, cuando Popeye le pagó el dinero por la “campaneada”, confesó que él y Adolfo habían cometido el atentado. “Estaba contento porque me dijo que le habían metido la bomba a la SIJIN”, declaró en juicio.
Por el otro lado estaba la defensa:
1) Como Adolfo se encontraba sindicado en la cárcel –los primeros meses en la Picota, luego lo enviaron a Cómbita–, su esposa Amparo y su abogado recaudaron las pruebas, empezando por testimonios y facturas de compra que probaron que el celular de Adolfo había sido adquirido de manera legítima.
2) Su esposa, una compañera de trabajo y sus suegros testificaron que Adolfo se encontraba mercando con ellos el día 18 de octubre, lo que probaron con recibos y otras evidencias. Eso dejaba claro que no podía estar armando una bomba ese día, como Aldemar decía.
3) Para probar que la mañana del veintidós estaba llevando a sus hijos al colegio y no haciendo parte de un complot terrorista, dos profesoras dieron fe de que Adolfo Gutiérrez Malaver usualmente llevaba a sus hijos al colegio a esa hora. Sin embargo, no recordaban con precisión si acaso lo vieron ese día. Otros testigos, que sí lo vieron esa mañana caminando con Juan David y Andrés cogidos de la mano rumbo a la escuela, no fueron admitidos en el juicio por razones que aún son desconocidas tras revisar el papeleo del caso.
Los acusados (y sus abogados) pasaron buena parte del juicio dejando en evidencia las contradicciones de lo que Aldemar Daza decía, a lo que se referían como una mentira. ¿Por qué durante su indagatoria con la Fiscalía había dicho que la policía lo había torturado, amenazado a su esposa y que le habían dado un teléfono para que llamara a Adolfo y a Aldemar para darles captura, pero ahora “no recordaba” nada de eso? ¿Por qué decía haber visto a Adolfo en un carro y luego afirmaba que había llegado en el taxi que se usaría para el atentado? Aparte de exponer sus coartadas, Adolfo y Popeye manifestaron una y otra vez durante el juicio que habían sido detenidos de manera irregular y torturados por días. El procurador penal del juicio, Camilo Montoya, instó a que se investigara el tema de las torturas, pero nunca se hizo nada al respecto. Pese a que el abogado de Adolfo no quiso ser entrevistado, nos hizo saber su impresión sobre cómo trató el juez todo este caso: “Desde el inicio de la etapa de juicio, ya había prejuzgado la condena”, respondió a través de un correo electrónico.
El 20 de abril de 2005, más de dos y medio después de ser detenido, llegó la sentencia. El señor Henry Lidoro Portilla salió libre, pues la Fiscalía no logró probar que era el responsable del taxi al momento del atentado. Para los demás no había un final tan feliz. El juez consideró el testimonio de Aldemar Daza Cortés y, pese a las contradicciones que la misma sentencia reconoce, decidió creerle. Desestimó las pruebas y las coartadas de Adolfo. Fue tan lejos como para sugerir en sus consideraciones que, dado que Adolfo era de Viotá y la zona era fuertemente influenciada por las Farc, era probable que él mismo fuese un guerrillero. El juez ignoró que Adolfo había sido desplazado por la guerrilla de su vereda junto a toda su familia en el año 2000. Escribió cosas como que el acusado “no logró demostrar su inocencia”, o que Adolfo y Popeye “[no] muestran estabilidad o arraigado rente a alguna actividad productiva, presentándose como desocupados, dedicados a cualquier cosa, lo que en efecto deja tiempo para delinquir”. Varios abogados clasifican estas consideraciones como “desafortunadas” por parte del juez. Puede que el abogado de Adolfo tuviese razón, después de todo...
Adolfo Gutiérrez Malaver fue condenado a 28 años y 4 meses de cárcel.
IV
Eugenio
A Eugenio Lobo Galé lo visité en la cárcel de Ibagué, aunque ya llevábamos meses de hablar por teléfono. “¿Qué tal, Rodrigo?”. Así es como me saluda cada vez que llama. “¿Mucha aguita en la capital o qué?”. Me habla de sus problemas de salud, de cómo van sus hijos y de cómo algunos han planeado ir en moto a visitarlo desde el Urabá: tiene dieciséis hijos en total, cuatro de ellos todavía menores de edad que cuidaba su primera esposa antes de que se los llevaran otros parientes. También habla del calor que hace en la cárcel y de cómo a veces se acuesta en el planchón de su celda pensando: “Jehová... ¿por qué, padre?".
Los problemas de Eugenio empezaron el 24 de febrero de 2012. Llegando a la terminal de transporte de Montería, la policía le pidió su cédula para hacer un chequeo de rutina. Los oficiales ya le estaban devolviendo su documento, pero una patrullera, la que revisaba el sistema, dijo:
–No, no le devuelva la cédula. Él queda detenido.
–¿Detenido? ¿Detenido por qué? –preguntó Eugenio.
–Por homicidio –respondió ella.
Él se echó a reír. Quizá por los nervios, quizá porque era ridículo. En frente de sus hijos, los agentes de policía lo esposaron y se lo llevaron. Tiempo después, cuando ya estaba en la cárcel, solicitó las copias de su sentencia y entendió que todo se remitía a la noche del 21 de julio de 2001. Ese día, el joven Arnoldo Peñaranda salió de rumba con varios amigos a un sitio de Cartagena llamado Foco Rojo, en el barrio Nelson Mandela, el mismo donde Eugenio vivía. Mientras bailaba, Arnoldo pisó por accidente a un hombre negro, de 1,65 metros de altura y “bigote y barba naciente”, como él lo describe la sentencia. Se armó una pelea, pero no pasó a mayores. Al rato, el hombre de bigote y barba naciente, en compañía de su primo, llamaron a Arnoldo en son de paz para ofrecerle un trago de cerveza; este la rehusó, entonces el primo del hombre sacó una pistola y le dio tres disparos en el pecho a quemarropa. Los dos hombres aprovecharon la confusión para escapar.
Según la corte, Eugenio era el presunto “primo”, aunque ni conocía al otro hombre mencionado en la sentencia (no comparten siquiera un apellido). No conocía tampoco nada del proceso que había tenido lugar hacía años contra él. Fue condenado en ausencia, una modalidad ya infame en el proceso penal. Colombia es uno de los pocos países que tiene esta figura que “da lugar a violaciones de muchas garantías judiciales”, dice Olga Sánchez, del Proyecto Inocencia. “La persona se vincula al proceso y nunca se entera. Casi siempre se da cuenta cuando está condenada, como le sucedió al señor Eugenio”.
Estando en la cárcel, Eugenio le pidió a un amigo que lo ayudara a hacer y mandar cartas y derechos de petición. Él no sabía escribir. Entre esas, mandó una solicitud al Proyecto Inocencia.
La cosa es que él no asesinó a nadie. No pudo haberlo hecho. Y aunque usualmente, como periodista, soy cauteloso de no afirmar la inocencia de un hombre hasta que no haya una declaración oficial de las cortes, creo que su coartada es tan sólida que resiste hasta al juez más terco: el día que mataron a ese joven, Eugenio Lobo Galé se encontraba retenido en la cárcel de Ternera, en Cartagena. Hay una constancia de la Fiscalía que da fe de eso.
“Decían que yo había cometido unos homicidios en el barrio y que había desvalijado carros”, cuenta Eugenio, sobre ese mes y medio de 2001 en el que estuvo detenido. “Me pidieron unas firmas del barrio, para comprobar qué clase de gente era yo. Recogieron el doble y allá fue cuando dijeron ‘pero vea lo que dice el barrio de él; es pura mentira lo que están diciendo de este señor’”.
Estar involucrado en ese proceso era la coartada perfecta, aunque Olga Sánchez supone que eso fue lo que lo metió en el lío en primer lugar: “Salió una nota en el periódico por el otro proceso, con su foto, y la mamá de la víctima llevó ese recorte a la actuación judicial por la muerte de su hijo. Allí dijo: ‘A mi esposo, un compañero del trabajo le dijo que este señor tenía que ver en la muerte de nuestro hijo’”. Cuando le mostraron el recorte de periódico a uno de los testigos, dijo que esa era la persona que había jalado del gatillo y con eso lo llevaron a juicio. “Desde la óptica legal, eso tiene muchos errores: se supone que un reconocimiento fotográfico tiene que ser a partir de varias fotografías de personas similares, tiene que estar la defensa, tiene que estar el ministerio público, no se le debe inducir al testigo cuál es la persona que tiene que reconocer”.
Debido a eso, un hombre inocente lleva más de siete años pagando una condena por un crimen que no pudo haber cometido.
Con esa evidencia, los abogados del Proyecto Inocencia redactaron una acción de revisión, pidiéndole a la Corte Suprema de Justicia que revocara la sentencia. “Es de los pocos casos en los que uno tiene la prueba absolutamente clara”, dice Olga Sánchez. Sin embargo, incluso con todos los documentos en un sobre de manila que siempre lo acompaña en la cárcel y que también están en manos de los jueces de la Corte Suprema de Justicia, Eugenio Lobo sigue encerrado. Pasa sus días leyendo la biblia, enseñando la palabra del señor en un grupo religioso que él fundó o hablando con un amigo testigo de Jehová que lo visita cada tanto; cuando tiene suerte, logra conseguirse un pescado para hacer almuerzo.
También me llama para saber en qué fecha va a salir este reportaje. Espera que sirva para hacer presión en su caso. “Lo que le pido yo al Gobierno, o al que me tiene acá, es que piensen que ellos también tienen familia”, me dice. “Mis hijos me necesitan”.
V
Infierno
Su celda en la cárcel de máxima seguridad de Cómbita era de dos metros por dos. Tenía un par de planchas de cemento con colchonetas viejas encima, que parecían haber pasado por docenas de personas y quizá algunos perros. Había un lavadero con un mezanine para colocar cosas de aseo, un inodoro y nada más. Todos los días, Adolfo –para el INPEC era el interno número 1171 y para sus compañeros era “Malaver”, porque “Adolfos” y “Gutiérrez” había muchos– se levantaba temprano para bañarse con dificultad en esa pequeña celda, por pena a desnudarse frente a los demás reclusos en las duchas. Salía al patio del pabellón número seis a ejercitarse, a darle vueltas a la cancha de microfútbol y quizá a hacer algunas flexiones. Desayunaba una avena insípida y espesa que los reos llamaban “polvo de burro” y unas arepas incomibles, tan duras que las ponían alrededor de las llaves del agua para que se ablandaran. Leía muchos libros, de superación personal y la biblia. Adolfo aprendió a hacer macramé y otras manualidades, pulseras y bolsos y chinchorros y jarrones, que fabricaba entre semana y enviaba a su familia para que las pudieran vender en un mercado por algunos pesos, quizá suficientes para ir a visitarlo. Los domingos, si tenía suerte, recibía a Amparo, que esperaba desde la noche anterior afuera de Cómbita por la ficha para entrar y se sometía a las requisas de guardias que la hacían bajarse la ropa interior hasta las rodillas y hacer sentadillas frente a ellos, todo con tal de poderlo ver unos minutos, solo para que él le soltara un “¡agh, ya por acá no vuelva!” en tono de frustración. Vivía entre elenos, farianos y paras. Se la pasaba hablando mal de todos ellos “porque de donde yo vengo la guerrilla lo único que hace es robar, violar niñas, robar ganado y llevarse gentecita”. Popeye, el guerrillero a quien Aldemar también había incriminado y que ahora era amigo de Adolfo (no confundir con el sicario de Pablo Escobar, quien también cumplía su sentencia en esa misma cárcel), le decía que no dijera esas cosas porque en un patio de guerrilla se podía meter en problemas, pero Adolfo le respondía “pues que sea lo que sea, pero yo tengo que decir la verdad”. En un lugar como ese había problemas suficientes, no había necesidad de que Adolfo los empezara. Solo se necesitaba una pequeña excusa para que los internos, guerrilleros que eran enemigos naturales los unos de los otros, como leones y hienas, se agarraran a puño o a cuchillo. Entonces resonaban por el patio los gritos, los silbatos, los golpes de metal contra metal, de hueso contra carne. El ruido de las canecas al caer, del gas inundando el pabellón. “Sale gente estornudando, vomitando, se ensucian en la ropa, pero gente, por decir algo, ancianos, de cincuenta y cinco, sesenta años, gente que no tiene nada que ver con la pelea”.
Y así pasaron cuatro años de encierro hasta que se encontró con el Diablo.
Adolfo, que tiene cuidado de no ser ambiguo al hablar de esa experiencia –podría ser una alucinación, podría ser simbólico, podría ser una manifestación de otro reino–, lo describe como “una persona fea, pero muy bien presentado; con un aspecto diferente, de susto, pero un caballero”. El Diablo era una figura que le sonreía con una mueca desde el interior de su celda y se burlaba de su suerte. Solo parecía retroceder ante la mención de Jesucristo. Adolfo invocó el nombre del salvador una y otra vez, como estocadas en un duelo. Y, eventualmente, el Diablo se fue.
Al día siguiente, con su Biblia en mano, fue a unirse a los cristianos de Cómbita. Óscar Méndez era en ese entonces el líder de los “hermanitos”, como les dicen allá. Él recibió a Adolfo con los brazos abiertos: “Cuando Adolfo empezó a ir a la iglesia, empezó a mejorar su vida”, cuenta Óscar. En vez de salir a hacer ejercicio, Adolfo iba a cantarle a Dios junto a sus hermanos; en vez de mantenerse alejado de los demás, se convirtió en una especie de consejero al que la gente buscaba para hablar, casi que como un guía espiritual. Fue bautizado en una pileta que algunos pastores cristianos de Tunja llevaban a veces a la cárcel. Lo sumergieron y, al salir del agua, Adolfo dice que se sintió un tanto diferente. Un poco más limpio, quizá.
Cuando Óscar Méndez supo que iba a ser trasladado y preguntó entre sus feligreses quién querría tomar las riendas de la congregación, el único que levantó la mano fue Adolfo.
–¿Usted, Malaver? –preguntó Méndez, sorprendido.
–Pues si no hay más...
Adolfo no hubiese sido su primera opción. Después de todo, era la clase de cristiano que le gritaba a los que se metían con él “¿Usted piensa que porque soy cristiano no le puedo meter la mano en la jeta? ¡Si quiere hagámosle!”. Y hay que conceder que al principio Adolfo no era el mejor predicador: escribía sus sermones la noche anterior y los leía al día siguiente con la emoción de un hombre que lee un manual de instrucciones. En navidad, los “hermanitos” ahorraban dinero para un compartir, torta y gaseosa, que repartían a todos los que quisieran ir, cristianos o no. Un día de esos, con el salón llenísimo, Adolfo iba a hablar, pero se detuvo en seco: no encontraba la hoja en la que había escrito su sermón. Se disculpó un segundo y empezó a buscar frenéticamente, sacudiendo su biblia y corriendo de vuelta a su celda a ver si había dejado la hoja allá. Y en medio del desespero escuchó una voz: “Cuente su testimonio”. Era una voz tan cercana e insistente que casi lo chifla. “Cuente su testimonio”. Como un eco atrapado en su cráneo. “¡Cuente su testimonio!”.
–Bueno, Malaver, ¿qué hacemos? –le empezaron a reclamar–. ¿A qué nos mandó a venir?
Adolfo decidió hacer caso.
–La verdad es que perdí la predicación, así que quiero contarles lo siguiente.
Y contó su testimonio. Ese día, se descargó con los internos de Cómbita, les contó cómo lo habían torturado intentando sacarle una confesión; cómo sentía que su juicio había sido una farsa; cómo se encontraba pagando una condena injusta. Al terminar, un hombre acuerpado y bajito se acercó a Adolfo. Con un tono de curiosidad, le preguntó sobre ese atentado por el que lo habían condenado.
–Hermano Malaver –le dijo–. Cuénteme más sobre eso que a mí me quedó como sonando...
Su nombre era Adolfo Toledo Medina, aunque durante su tiempo en la Columna Móvil Teófilo Forero de las Farc lo conocieron como “Dólar”. Andaba pagando un “canazo” de veintiséis años por el atentado en la Zona Rosa de Bogotá en el 2003: dos granadas lanzadas desde una moto a dos restaurantes bogotanos, un muerto y setenta y dos heridos. Sin embargo, la lista completa del prontuario de Dólar solo se conoció cuando fue aceptado al programa de Justicia y Paz: admitió haber estado involucrado en dos tomas de la estación de policía del pueblo de Algeciras, en un secuestro masivo en Neiva y en el asesinato del alcalde del municipio de Rivera, Huila. También, el 22 de octubre de 2002, a eso de las siete de la mañana, condujo un taxi Chevrolet cargado con cincuenta y cuatro kilos de superanfor (un explosivo usado para volar rocas en las minas) hasta el lavadero de autos La Tercera, justo al lado del edificio del comando la Policía Metropolitana de Bogotá; lo aparcó al lado de una columna gruesa y programó en dos minutos, conectando un reloj al detonador y tapándolo con una toalla para que nadie viera la bomba, que había preparado esa misma madrugada el explosivista de las Farc. Salió caminando del lavadero y de inmediato lo recogieron otros guerrilleros en un auto rojo. “Cuando íbamos más o menos por la mitad de la cuadra, ya casi al llegar a la esquina, reventó la bomba”, recordaría Dólar tiempo después, testificando en el juzgado. La explosión sacudió con violencia el asfalto de la calle y los vidrios de ventanas cercanas; mató a dos personas en el acto y dejó decenas de heridos junto a los escombros en el piso. Los terroristas ni voltearon a mirar. “Yo me bajé como a unas diez cuadras de ahí y cogí taxi. Salí para los lados del sur. De ahí cogí un bus y viajé nuevamente hacia Caquetá”.
Dólar no le dijo nada de eso a su tocayo. De hecho, de ahí en adelante el guerrillero intentó evitar lo más que pudo a Adolfo Malaver, por miedo de descubrir cómo reaccionaría este pastor malgeniado al conocer al verdadero responsable del crimen por el que se estaba pudriendo en la cárcel. Lo que sí hizo fue a comentarle a un antiguo “compañero de causa” sobre el tema.
–¿Se acuerda la vaina que salimos a hacer con Parola y Deiri?–le dijo Dólar.
Se sabría después que los implicados en el atentado fueron él, alias Iván Parola, alias Deiri y Nelson Javier Manrique Collazos, alias Ñeque, explosivista de las Farc. Los mandó Hernán Darío Velásquez, alias El Paisa, comandante de la Columna Móvil Teófilo Forero–. Este último está condenado por eso.
–No se ponga a hablar de eso –respondió su compañero–. Él ya está condenado también. Espere y cuando salga Justicia y Paz hablamos.
Y, efectivamente, unos meses después, cuando fue aceptado en el programa de Justicia y Paz, que le permitía confesar los crímenes que cometió siendo guerrillero a cambio de beneficios judiciales, Dólar empezó a mandar derechos de petición a la Fiscalía. Quería hablar. Era hora de contar la verdad.
VI
Julián
En este país existe algo que se llama “el cartel de los testigos falsos”. En el marco de la Ley de Justicia y Paz, muchos guerrilleros que buscaban acogerse a los beneficios del programa empezaron a mentir sobre ciertos crímenes, a omitir algunos actos que les podrían traer problemas, a inculparse de delitos que no habían cometido a cambio de una buena suma de dinero o a involucrar gente con su testimonio, verídico o falso, a menos de que recibieran algún tipo de compensación. Cuando esta práctica probó ser extremadamente rentable, nació “una industria completa, que tiene hasta teléfonos propios, dedicada a preparar mentiras judiciales con el único fin de vendérselas al mejor postor”, como lo describió Juan Gossaín en un artículo para El Tiempo.
Julián Andrés Colina Ríos, un comerciante del municipio de Supía, Caldas, fue víctima de esta industria.
–¿Su esposa lo visita acá en la cárcel?
–No. Si Yanci viene, con lo que le cuesta no habría para el arriendo, no habría para sostenerme a mi hijo. Con ese granito de arena aporto yo. Me hacen mucha falta.
Antes de terminar en el Complejo Penitenciario de La Dorada, los únicos problemas que Julián había tenido con la ley eran una multa de tránsito y un malentendido por la compra de ganado robado. El problema para él empezó en el 2007, cuando llegaron dos personas a Supía preguntando por su tío Danilo, un comerciante. Dijeron venir de parte del antiguo comandante de las autodefensas, alias Víctor, y que esperaban una “colaboración”. Julián decidió denunciarlos con la policía. “Ya después me enteré de que, con lo que yo hice de ir a denunciar, él dejó de recaudar un poco de plata. ¡Porque era mucha la gente que tenía extorsionada!”, dice Julián.
Alias Víctor estaba en la cárcel. Hizo carrera dentro del sistema penal declarando en crímenes de alto perfil. Esa fue su arma para tomar venganza contra Julián: lo acusó de estar implicado en el asesinato de José Efraín Ramírez, un hombre de Supía que desapareció el 28 de marzo de 2003 y que reapareció varios días después, arrastrado por las aguas del río Cauca. Dio tres declaraciones contradictorias, que los abogados del Proyecto Inocencia consideran bastante ambiguas: en una dice que Julián le confesó haber matado a ese señor, en otra solo lo sugiere, en otra no está seguro. Cuando le llegó la notificación de la Fiscalía, Julián decidió presentarse sabiendo que todo era mentira: “Acudí a las ocho de la mañana, la fiscal me tomó la indagación… y tomó la decisión de retenerme”, cuenta Julián. “Al otro día ya estaba en la cárcel”. Cuando llegó el momento de defenderse en los juzgados, en el 2010, Julián confesó que la noche en cuestión, después de pasar el día en Manizales sacando una copia de su pasado judicial, pasó la noche junto a su “relación extramatrimonial”. Testificaron su amante y el taxista que estuvieron con él esa noche. No sirvió de nada. El juez decidió desestimar a sus testigos por no recordar detalles como el costo de la carrera de taxi, mientras que tomó al pie de la letra las declaraciones de alias Victor, que ni siquiera se presentó en el juicio. La pena fue de 37 años de cárcel.
Es de por sí increíble que lo haya condenado el testimonio de un mentiroso probado. Carlos Enrique Vélez, alias Víctor, es reconocido por sus testimonios dudosos: lo investigaron por inculpar a dos policías en un homicidio y hasta hay videos en los juzgados de Manizales en los que admite haber inculpado en otro crimen a la señora Maria Bianeth Castaño, con quien tuvo una relación amorosa, solo porque lo sapeó. “Si ella quiere probar también cana, pues que pruebe”, le confesó al juez. El periodista Daniel Coronell reveló en una columna de 2018 que una intercepción telefónica pilló a Víctor amenazando con “embalar a esos hp” si no recibía una millonaria suma de dinero. Los “hp” en cuestión son el expresidente Álvaro Uribe Vélez y sus abogados, a quienes asistió con su testimonio en un proceso por manipulación de testigos.
Más indignante aún es que, como en el caso de Adolfo, hay pruebas de que alguien más cometió el delito. Es tan simple como leer la indagatoria del señor Diego Edicson Patiño, alias Máxima, antiguo miembro de las AUC.
–Sírvase decirnos si conoció o tuvo trato con el señor José Efraín Ramírez –le preguntó la Fiscalía en su interrogatorio en 2015.
–Sí, lo distinguí cuando fuimos a recogerlo para matarlo –respondió Máxima.
La noche del 28 de marzo de 2003, alias Máxima se desplazó al municipio de Supía. Iba junto a alias Víctor, alias Careniño y alias Milton, todos paramilitares. Lo que se decía es que este señor, José Efraín Ramírez, ayudaba con comida y medicamentos al frente 47 de las Farc. La orden era “ajusticiarlo”. Lo interceptaron a las afueras del pueblo, lo bajaron de su moto azul y lo subieron a un carro. Se lo llevaron por los lados de la arenera en la vereda La Felisa.
–Ahí le propinamos, tipo siete de la noche, unos disparos –confesó Máxima–. Yo le propiné los disparos con un .38 largo, lo cogimos y lo tiramos al río Cauca.
–Sírvase de manifestar si usted conoció al señor Julián Andrés Colina Ríos –preguntó la Fiscalía.
–Al señor Julián Andrés no lo conozco.
No solo la confesión de Máxima está por escrito. También está la de alias “Alberto Guerrero”, el comandante paramilitar que dio la orden del asesinato. Ambos hombres ya tienen una sentencia por este crimen y están pagando su tiempo tras las rejas. Irónicamente, Máxima se encuentra en el Complejo Penitenciario de La Dorada, la misma cárcel donde Julián está esperando que la Corte Suprema de Justicia revise su caso.
VII
Libertad
–Él estuvo con mi mujer y eso yo no se lo perdono –dijo Aldemar–. Eso no se le hace a un amigo.
Durante todos los años en que Adolfo estuvo encarcelado, su esposa había averiguado bastante sobre Aldemar Daza Cortés. Sabía que había pertenecido a las Farc allá en Java, la vereda de Viotá en la que ella y Adolfo habían vivido antes de ser desplazados por la violencia; sabía que le habían hecho juicio de guerra por haber violado a una niña de unos doce años y haber asesinado al papá antes de que ese señor tuviese la oportunidad de matarlo a él (aunque sobre este último punto los testimonios eran menos claros). Y en ese momento, sentada frente al supuesto “mejor amigo” de su esposo, en el área de visitas de la cárcel de La Picota, Amparo Castañeda supo por qué Aldemar Daza había mentido para involucrar a Adolfo en un atentado en el que ninguno de los dos hombres tuvo nada qué ver.
–Diga la verdad –le rogó Amparo.
–No, yo no voy a decir nada –respondió Aldemar, sin levantar la voz–. Así me hunda, y sé que me voy a hundir, pero yo de aquí salgo más rápido que Adolfo. Y si me pudro, se pudre él también conmigo.
Y, con eso, Aldemar Daza Cortés se levantó y salió del área de visitas.
¿Cómo es la vida con un ser amado en la cárcel? ¿Cómo será vivir en un barrio en el que todos creen que tu esposo, tu padre es un terrorista? ¿En el que la gente evita hablarte y cruza la calle en cuanto te ven venir? ¿Cómo es el desespero de no tener dinero para pagar abogados que no sirven para nada, tocar a las puertas de los medios de comunicación solo para que presentadores famosos te digan que esperan que tu esposo “se pudra en la cárcel” por ser guerrillero? ¿Cómo se hunde el corazón esas mañanas en que no tienes siquiera para darle comida a tu familia, cuando ellos tienen que colarse en el transporte público para poder ir a estudiar? ¿Cómo se sentirá estar sola en los cumpleaños de tus hijos, en su graduación, en el momento en el que consiguen novias o cuando los encuentras tomando hasta tarde en un billar, en esas semanas que pasas encerrada en el hospital temiendo que el cáncer de hace años haya vuelto o que una complicación en tus riñones te saque de este mundo en medio de un dolor agonizante? ¿Cómo será estar sola el día que muere tu madre y no hay nadie que sujete tu mano?
Amparo lo cuenta a su manera. Solo podemos imaginarlo.
La suerte cambió para ella la tarde en que vio por la televisión una convocatoria a las víctimas del atentado contra el Comando de la Policía Metropolitana en 2002. Era Adolfo Toledo Medina, alias Dólar, quien iba a declarar. “¡Dios mío!”, dijo Amparo. Y en el día y la hora que mostraba la pantalla se apareció en el edificio de la Fiscalía.
–Usted no tiene derecho a entrar a la audiencia –le dijo la fiscal que llevaba el caso–. Usted no es víctima.
–Yo soy víctima porque mi esposo está en la cárcel por un delito que no cometió –le respondió Amparo–. Mis hijos han sufrido, yo he sufrido, él ha sufrido. ¿Cómo me dice que no soy víctima?
Después de discutir, de trasladarse a otro edificio en el que se llevaría a cabo la audiencia y de discutir un poco más, la fiscal dejó entrar a Amparo. Ella pudo ver como entraban al recinto a Dólar, a quien le rogó llorando que dijera que su esposo no tenía nada que ver en todo ese asunto. El exguerrillero, conmovido, le respondió: “Yo hoy voy a decir la verdad”. Amparo pudo escuchar la audiencia y la historia de lo que realmente había pasado esa mañana del 22 de octubre de 2002, hechos en los que el nombre de “Adolfo Gutiérrez Malaver” no se mencionaba ni una vez. Al final, ella pudo hacer preguntas y probó frente a los presentes que su esposo no tenía vínculos con la guerrilla ni había participado en el atentado.
Cuando la audiencia terminó, el procurador penal de turno se acercó a ella.
–Señora, voy a hacer hasta lo imposible para que su esposo salga –le dijo.
–Doctor, ¿usted me va a ayudar?
–Sí.
Las buenas intenciones duraron poco, porque a la semana siguiente el procurador dejó de contestar sus llamadas y le empezó a dar excusas para no verla en persona. Amparo pidió hablar con otro procurador penal y fue ahí que apareció en la historia Víctor Salcedo, un hombre de rostro redondo con una barriga que empuja hacia afuera su traje y sus camisas. También, para suerte de Amparo, la clase de persona que se toma el derecho bastante en serio, con un idealismo contagioso. “Cuando tú logras sacar a una persona de la cárcel, o logras evitar que una persona vaya a la cárcel injustamente, cuando logras eso, entiendes esta profesión tiene sentido”, dice. Por eso no sorprende que, apenas escuchó del caso de Amparo y su esposo, se puso a trabajar.
Víctor revisó todos los documentos del juicio original; condujo por Cundinamarca y Boyacá para visitar todas las declaraciones libres de excombatientes, buscando detalles sobre el atentado; contrastó todos los testimonios, e investigó para crear una línea de tiempo coherente de los hechos. Casi un año después sintió que tenía todo lo necesario para presentar una acción de revisión para sacar a Adolfo de la cárcel.
En cuanto a qué es este recurso legal, Victor Salcedo lo explica así: “La acción de revisión es una acción muy excepcional, porque solamente en unos casos específicos se puede acudir a este mecanismo. Por ejemplo, cuando existen nuevas pruebas o se conocen hechos nuevos que no eran conocidos para el momento del debate judicial”. La limitación de este tipo de acciones obedece a la seguridad jurídica de las decisiones de las cortes (y por “seguridad jurídica” me refiero, como lo pone Víctor, a “que una decisión judicial no esté siendo cambiada con el transcurso del tiempo en un sentido o en otro”). Es un recurso difícil porque las pruebas que se presenten tienen que ser bastante contundentes, como para cambiar toda la perspectiva del caso.
Víctor confiaba que este era uno de estos casos.
Como todo trámite burocrático en este país, las acciones de revisión toman tiempo en hacerse y aún más tiempo en procesarse. Amparo pasó meses esperando respuesta, al punto de que ya estaba buscando cadenas prestadas para ir a amarrarse frente al Palacio de Justicia. Sin embargo, el 17 de julio de 2013, en el momento en el que se preparaba una sopa en la sala de su casa, una voz le habló al oído. “Ve, tu esposo ya es libre”. Eso es lo que ella recuerda que dijo la voz. “Cúmpleme lo que me prometiste”.
–¡Libre, libre, libre! –gritó, y se arrodilló de inmediato. Su padre la veía extrañado y su nuera intentó sacarla del trance a punta de bofetadas. Amparo les dijo que revisaran en internet.
Entonces vieron el fallo de la corte.
El magistrado José Luis Barceló Camacho, de la Corte Suprema de Justicia, acababa de ordenar la libertad inmediata de Adolfo Gutiérrez Malaver. Según la CSJ, el testimonio de alias Dólar y de otros guerrilleros desmovilizados dejaba claro que Adolfo no tuvo nada que ver con el atentado cometido contra el Comando de la Policía Metropolitana. En su evaluación del proceso, determinó que el testimonio de Aldemar Daza era completamente contradictorio y poco confiable y, de hecho, hoy se sabe que Aldemar Daza ni siquiera tuvo nada qué ver con el atentado; determinó que las pruebas otorgadas por la Fiscalía eran insuficientes mientras que aquellas brindadas por la defensa probaban que Adolfo no tenía relación con ningún grupo armado –según otros testigos, a Adolfo “lo buscaba la guerrilla para matarlo por tenerlo como paramilitar, pues no colaboraba con el grupo”–. El magistrado dijo declaró que las conclusiones del juez del proceso original fueron “desafortunadas”, al inferir que porque las Farc ejercen influencia en una región, todos sus habitantes tienen inclinaciones a pertenecer a ella y por decir que una persona sin trabajo tiene inclinaciones a delinquir.
Después de una década, parecía que la justicia finalmente había llegado.
Adolfo, que hacía unos años había sido trasladado al centro penitenciario de Acacías, en el Meta, dejó su celda y fue escoltado hacia la salida en medio de una ronda de aplausos y abrazos de los otros internos. Algunos no salieron a trabajar ese día solo para poder verlo partir, para hablar con él una última vez, para tocarlo y estar lo más cerca que podían de la libertad. “No se vaya a olvidar”, le decían. Finalmente, atravesó las puertas metálicas de la cárcel. Fue un momento capturado por los lentes y los flashes de los medios que lo habían condenado una década antes. Adolfo sujetó a su esposa en un abrazo eterno. Lágrimas corrían por los rostros de ambos.
–Ya pasó –le dijo a Amparo al oído–, ya pasó.
VIII
¿Justicia?
Adolfo vive en una casa, en el sur de Bogotá. No fue difícil encontrarlo. Entre los kilos y kilos de papeles que hay en los juzgados sobre su juicio, en algunos aparece la dirección de su domicilio. Es la casa de los padres de Amparo, la misma casa a la que llegaron cuando tuvieron que salir una noche de viernes santo de la vereda Java, en Viotá, después de que aparecieran los cuerpos de personas asesinadas en la vía y les dijeran que si no se iban de inmediato iban a terminar igual. Es la misma casa en la que todavía viven, después de todo lo que ha pasado.
Sería ingenuo pensar que los problemas de Adolfo se acabaron apenas salió de la cárcel. Para empezar, no era el mismo de antes. “Ahora no aguanta estar en un sitio cerrado y a veces mira para todos lados, tiene la impresión de que alguien lo persigue”, cuenta Amparo, su esposa. “Él prefería dormir en el suelo que en la cama, o sea, como si estuviera acostumbrado a la plancha de allá. Fueron muchas noches en las que se levantaba a sentarse en la cama a llorar y llorar”. La ciudad había cambiado, su esposa había envejecido, sus hijos eran ahora más altos que él. Aparte de eso tuvo que pasar por un nuevo juicio, aunque salió inocente con facilidad gracias a las nuevas pruebas a su favor y teniendo a Abelardo de la Espriella como su abogado. Ahora no tiene amigos: “Nunca he considerado a alguien como un amigo después de lo que sucedió con Aldemar”, dice, y asegura una y otra vez que nunca se metió con la esposa de Aldemar. “Si lo hubiera hecho, les diría”. Por estos días se la pasa en casa. Ha tenido varios trabajos pero le cuesta mantenerlos: estuvo en una tienda de misceláneas, pero tuvo un problema con el dueño; estuvo en un fruver, pero un día “unos señores de una moto me abordaron y me dijeron que si seguía trabajando le iban a lanzar una granada al sitio”. Si es difícil conseguir empleo sin un diploma de bachillerato, es mucho más difícil cuando la gente se entera de que pasaste diez años en la cárcel. Inocente o no, quizá cogiste alguna maña mientras estabas adentro.
Gente como Adolfo, que ha sido encarcelada o detenida injustamente, usualmente demandan al Estado por “privación injusta de la libertad”. Hace poco, Adolfo ganó la demanda ante el Tribunal Superior de Cundinamarca, aunque la Fiscalía apeló la decisión y ahora pueden pasar años antes de que el Consejo de Estado dé el fallo definitivo; según esa institución, los casos de esta naturaleza llevan tres años de atraso. A Adolfo le otorgaron poco más de ochocientos millones de pesos por más de 3.900 días confinado en una celda. A esa cifra hay que restarle la comisión del 30 % que cobran sus abogados, por supuesto.
–¿Y qué ha pensado hacer con esa plata?
–Tengo unos hijos, entonces que ellos tengan su casa y sus cosas. No pondría ningún negocio, no sería mi vida si me muero detrás de una vitrina. Me dedicaría a conocer Colombia con mi esposa, estos sitios turísticos, esos pueblos en los que hay en piedras, cascadas ríos… Y sí, de pronto me llama la atención salir del país. ¿Pero irme? No. A pesar de tanta cochinada, a pesar de tanta mierda, Colombia es muy bonita.
No hay manera de saber cuántas personas inocentes han pagado o están pagando por crímenes que no cometieron. Una cosa es ser inocente y otra es poder probar esa inocencia en la corte. Hay cifras que, supondría uno, que permitirían hacerse una idea, pero la verdad es que son todo menos precisas. Aquí va una: según la Agencia de Defensoría Jurídica del Estado, hasta el 30 de septiembre de 2019, la nación tenía 16.037 procesos civiles en su contra por “privación injusta de la libertad”. Si el día de mañana todos esos procesos fallaran en contra de la nación y el país tuviera que meterse la mano al bolsillo para pagar reparaciones, desembolsaría veintiun mil millones de pesos. Pero estas son demandas acumuladas a lo largo de los años que no están resueltas, e incluyen no solo gente condenada sino también personas sindicadas. Otra cifra: el número de acciones de revisión (que, como ya expliqué, es un recurso que corrige una sentencia cuando nueva evidencia sale a la luz) y recursos de casación (que corrige una sentencia cuando se prueba que hubo un error procesal) aprobadas por la sala de casación penal de la Corte Suprema de Justicia, en el 2018 fueron 13 y 97 respectivamente. Eso supone que en al menos 110 casos hubo errores de procedimiento, errores en la interpretación de la ley o no se habían descubierto pruebas, lo que llevó a una condena injusta. ¿Pero y los demás? ¿Los que no tienen pruebas para demostrar que no cometieron un delito, o los que no tienen el dinero para pagarle decenas de millones a un abogado para presentar uno de estos recursos judiciales? No hay manera de saber cuántas personas inocentes han pagado o están pagando por crímenes que no cometieron. Existen, pero no sabemos cuántos son.
Puede pasarle a cualquiera.
RODRIGO RODRIGUEZ
REPORTERÍA DE RODRIGO RODRÍGUEZ Y MARU LOMBARDO
REVISTA DONJUAN - ESPECIALES EL TIEMPO
Revista Don Juan
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