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Historias

Ciénaga, el otro corazón de Macondo

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Ciénaga es el epicentro de la violencia en La casa grande, de Cepeda Samudio y en Cien años de soledad, de García Márquez. La matanza de las bananeras es parte de la leyenda negra de este país. Hoy es un pueblo tan pobre como en 1928. Los ricos se fueron hace décadas y el calor y las moscas siguen siendo la marca principal del pueblo. Este es un recorrido por sus calles, por sus monumentos, por las voces de unos habitantes que odian el banano y el carbón y todavía ven pasar el tren como un recuerdo de lo que pudieron ser. 
El rumor siempre existió. Pero cuando Cien años de soledad se convirtió en un best seller mundial, empezó a circular la noticia de que la matanza de 3.000 jornaleros del banano que narraba García Márquez era real. Los historiadores habían evitado durante casi 30 años los sucesos de la madrugada del 6 de diciembre de 1928 y solo entonces se emplearon a fondo en la tarea de armar el rompecabezas. Álvaro Cepeda Samudio también había contado parte de los hechos unos años antes en su novela La casa grande. Animado por la reedición de la obras completas de Cepeda Samudio, me embarqué en un viaje a Ciénaga a la busca de rastros para reconstruir los hechos y constatar el momento de ese antiguo caserío “cuyos fantasmas diurnos habían hecho dudar de su ciencia a los discípulos de Humboldt”, según narra Gabo en El general en su laberinto.
El calor crepita en las esquinas más sombreadas de Ciénaga. Un mototaxi me recoge sobre la carretera que lleva a Santa Marta. Atravesamos unas calles polvorientas donde los semáforos parecen incapaces de organizar un tránsito donde reina la anarquía. Vamos hasta la casa del sociólogo Carlos Payares González. Me abre una reja en la mitad de un callejón largo, desocupado, salpicado aquí y allá por charcos que hacen las veces de lánguidos espejos de agua. Antes de empezar la entrevista despeja el terreno minado por una cantidad de juguetes desperdigados en una sala rectangular de paredes color pistacho. El sociólogo comienza hablando de Historia con mayúscula. Me cuenta que dentro de las negociaciones con la guerrilla en La Habana hay quien ha sugerido que la violencia que hoy padece el país tiene raíces en la masacre del 28 y no en el asesinato de Gaitán en el 48.
Diserta un poco sobre la conveniencia, o no, de hallar un hilo conductor en los distintos hechos violentos del país. Duda. Sobre lo que sí tiene certeza, en cambio, es que los problemas de este pueblo nacen en el momento en el que se falsea la historia. Para Payares, los años espumosos de la bonanza bananera no pueden ser vistos como sinónimo de bienestar. A su juicio, solo dos o tres familias se enriquecieron y no dejaron nada. Y remata en su acento meridiano de Ciénaga: “Este es ahora un pueblo sin ricos”.
Le pregunto si conserva recuerdos de los años dorados de la compañía bananera United Fruit Company. Lo primero que menciona son las camionetas Range Rover que se paseaban por las escasas calles del pueblo con unos señores que parecían recién desembarcados de una excursión de la Compañía Británica de las Indias Orientales. También evoca los ejercicios de piano de las profesoras francesas, que como en los cuentos de García Márquez se escuchaban sobre las dos de la tarde, en plena canícula cienaguera. Y añade que los adinerados pobladores de aquellos días enviaban a sus hijas a clases de ballet con profesoras italianas. Fue una élite fantasmal, repite más de una vez. Ausente de las realidades del pueblo.
***
El área sembrada de banano a finales de la década de 1920 en Colombia era solo superada por la de Honduras, el mayor productor del mundo. La United había aterrizado en el Magdalena a finales del XIX, atraída por extensas y fértiles tierras deshabitadas; además no tenían que sobrellevar la penosa temporada de huracanes centroamericanos. La producción no detuvo su ascenso hasta bien entrados los años cuarenta.
El brillo de la bonanza se fue opacando a mediados de los años cincuenta, cuando la compañía se marchó de la región, agobiada por la resaca que dejó la lucha sindical de principios de siglo, el empujón del auge cafetero, la proliferación de plagas y el deterioro de la tierra. Los terratenientes dueños de las haciendas, que habían surgido con el boom, se fueron para Santa Marta o para Barranquilla.
Atrás quedaron las largas temporadas en Bélgica, donde sus hijos perfeccionaban el francés y los adultos estaban más cerca de la oficina de cobros y pagos de Amberes, el gran puerto de descarga para la fruta. Los retratos de la reina Fabiola de Bélgica llegaron a estar más cercanos a sus afectos que las realidades de los peones en el Caribe.
Tras una hora larga de conversación con el sociólogo, me dirijo a la céntrica Plaza del Centenario, orgullo local y entorno adecuado para ver lo que queda de los años boyantes. La casa grande de Cepeda Samudio me sirve como cuaderno de viaje: “A medida que el pueblo se aleja de la Estación hacia el centro, hacia la plaza ancha, y la iglesia, las casas y las calles se van agrandando y la vida se detiene y se aquieta”. La iglesia sigue ahí. Las casas son un puñado de inmuebles mastodónticos, diseñados bajo planos traídos de Londres o de París donde hoy funcionan billares, ventas de minutos para celular y algunas sedes administrativas. En medio de la plaza hay un templete. Alrededor algunos vagabundos hacen la siesta en los bancos de la plaza. Y en la calle pulula un enjambre de bicitaxis. Una flota de alrededor de 2.300 triciclos que absorbe parte del empleo informal de la ciudad. Viajan en maniobras muchas veces temerarias, como hormigas con toldos de colores desde el centro hasta los confines del perímetro urbano. “Son más seguros que los mototaxis”, me explicó un local que pasaba por allí.
Cepeda Samudio escribe que las viviendas de los jornaleros del banano estaban del otro lado de la carrilera del tren. Al sur de donde hoy se despliega el eje comercial del municipio, la incombustible calle 17, atestada de negocios de víveres y cantinas, como La Caleña, de donde salen zarpazos polifónicos de reguetón, salsa o vallenato. Sobre esa arteria se encuentra la Plaza de los Mártires, un enclave caótico en el que predominan aromas a fritura y otros hedores humanos. Camuflada entre un arrebujo de carros de comida rápida y parasoles de otros negocios informales, se entrevera la escultura de un negro que empuña un machete. Es el monumento a los trabajadores asesinados por el ejército colombiano en 1928. El mismo lugar donde se levantaba la antigua estación del ferrocarril y donde yo suponía que se alzaba, justo enfrente, el popular hotel Sevilla, antiguo hospedaje para viajeros de paso. Ahora no es fácil identificarlo. Me acerqué para encontrarme con un casón descascarado y amenazado por el descuido.
Estaba parado en medio del epicentro donde se desató la matanza. Probablemente el día más triste en la historia de este pueblo. Percaté que el descuido del monumento y su entorno era capaz de desdibujar de la memoria el más mínimo asomo de nostalgia.
Cuenta la historia que el gobernador del Magdalena, José Manuel Núñez Roca, había convocado frente a la estación a los trabajadores de toda la zona para, supuestamente, firmar el pliego de peticiones. Significaba la victoria de la lucha por los derechos. Santander Alemán, empleado ferroviario y más tarde reportero en Santa Marta, calculó en cinco mil el número de manifestantes congregados frente a la estación. Lo que se vivió parecía por momentos más una fiesta o un carnaval que se iba emborrachando al son de tambores y bandas de música…
Las horas iban pasando. Las informaciones sobre la llegada del político, acompañado del gerente de la United Fruit Company, Thomas Brad Shaw, se contradecían, y los ánimos se iban exaltando. A la 1.30 de la madrugada del 6 de diciembre llegó finalmente el tren. Pero ni traía al gobernador ni al representante de la compañía, que se habían bajado a medio camino porque los reportes indicaban que los protestantes estaban incendiando la región, asaltando a los soldados y descarrilando los trenes. Una verdad a medias: el tren no dejó de funcionar y los trabajadores estaban convencidos de que la firma era un hecho.
El ferrocarril venía cargado de tropas enviadas desde Medellín. Más de un centenar de hombres a cargo del general Carlos Cortés Vargas, veterano de la guerra con Perú que en la única foto que encontré en Google tiene una expresión flemática. El militar leyó un decreto que declaraba a los huelguistas como una “cuadrilla de malhechores”. Luego vinieron dos o tres toques de corneta. El primero estuvo precedido por un aviso para desalojar la plaza en cinco minutos. Un segundo cornetazo vino acompañado del anuncio de un minuto más de espera para abandonar el lugar y luego llegó el momento.
Vino la primera descarga. El estallido y las ráfagas desde el tren se mezclaban con los gemidos. Las balas dum dum, prohibidas desde la Primera Guerra, “atravesaban el hierro de los rieles como si fuera queso”, según el relato de un sobreviviente. Los soldados, anidados en todas las bocacalles del pueblo, también arremetieron con sus ametralladoras. Los gritos y los relámpagos de la muerte rasgaron la madrugada. Y finalmente vino el silencio.
Dos soldados en La casa grande, reeditada hace pocos meses dentro de las obras completas de Cepeda, se preguntan por qué mataron a los huelguistas, si no tenían armas.
“Tú tenías razón”, replica uno de ellos: “No tenían armas”.
La mayoría estaban dotados con los mismos machetes con los que desyerbaban y cortaban la fruta. Pero allí también se encontraban mujeres que vendían fritanga mientras la espera y niños que habían ido a certificar la victoria de sus padres.
Las víctimas no fueron solo las de la estación de Ciénaga. El tren con vagones blindados del ejército recorrió Aracataca, Sevilla, El Retén, Pueblo Viejo, Aguacoca, y demás rincones de la zona disparando contra todo lo que se movía. Se declaró el estado de sitio y nadie pudo entrar al pueblo hasta bien entrada la tarde del 6 de diciembre.
Cuatro días más tarde, el día 10, el ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, afirmó al periódico El Espectador: “Lo que pasó fue que los huelguistas estaban absolutamente convencidos de que la tropa no dispararía sobre ellos”. Y dos días después el general Cortés Vargas remató en el mismo diario: “La primera descarga se hizo sobre una multitud obrera inerme y pacífica”.
Guillermo Henríquez es dramaturgo, tiene 75 años, y vive a pocos metros de la casa de otro Guillermo. Esta vez Buitrago, músico y orgullo cienaguero a quien han etiquetado como el “San Pablo del vallenato”. El encargado de una taberna me diría unas horas más tarde que el bar que no tenga en su rocola La víspera de Año Nuevo, canción de su autoría, es porque probablemente no está ubicado en Colombia.
Henríquez me recibe en su mecedora para contarme sobre los recuerdos de Helena, su madre, que tenía 13 años cuando los hechos. “Ella recordaba”, prosigue, “el sonido hosco de los camiones que se dirigían al mar para arrojar a los muertos”. El mismo recuerdo que le contaba su padre a Alberto Fernández García, un psiquiatra de sombrero alón y patillas pobladas: “Él estuvo presente esa madrugada. Pero se salvó porque se escondió en una tiendecita que se llamaba La Tranca. Él contaba que muchos de esos cuerpos que llevaban a los barcos aún no estaban muertos”. El parte oficial de Cortés Vargas registró 48 víctimas en total, contando los fallecidos en los días sucesivos. En los informes no se contaron los soldados caídos. Documentos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, sin embargo, permiten acercarse de nuevo a la dimensión del exterminio.
Se trata de tres telegramas dirigidos a Washington por Jefferson Cafferey, ministro plenipotenciario de la legación estadounidense en Bogotá. El primero está fechado el 7 de diciembre de 1928 y relata las órdenes que tenían los militares de “no ahorrar munición”. Informa que el ejército ha “matado y herido alrededor de 50 huelguistas”. El segundo es del 29 del mismo mes y entrega un parte que oscila entre los 5 y los 500 muertos. Y el último, del 8 febrero del año siguiente, señala que según sus fuentes se han reportado más de mil personas asesinadas por el ejército colombiano. En Cien años de soledad solo sobrevive José Arcadio Segundo y después de la masacre, luego de tres meses de sequía, no deja de llover durante más de siete días.
“La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia”. ¿Puede haber un error tan grande en un informe confidencial enviado al Departamento de Estado norteamericano? ¿Quién tenía mejor contacto con el gerente de la United Fruit Company que Jefferson Cafferey? ¿Había alguien mejor informado que el diplomático estadounidense, amigo íntimo del presidente Abadía Méndez y con línea directa con Cortés Vargas? Para Carlos Payares González la verdad nunca se sabrá. En sus trabajos ha manejado la hipótesis de una confabulación. Una emboscada que nunca tuvo reversa. Enfatiza que de cualquier forma estos documentos no son “ninguna pieza de literatura”.
***
Cuando vi por primera vez la Plaza de los Mártires pensé que se trataba de otro parque más parapetado detrás de una fila de carpas con la bandera del Junior de Barranquilla y una cantidad importante de ventas de artículos de modesta factura. No es un lugar que despierte especial emoción. Con los distintos pobladores que hablé me contaron que la estatua encastrada en el centro ha levantado durante años sospechas en Ciénaga porque representa, aparentemente, a uno de los obreros antillanos que participaron en la huelga. Los historiadores coinciden en que la población negra era entonces minoritaria. Y algunos vecinos siempre han mirado con escepticismo la casi desnudez de la figura, que no tiene relación con el ropaje característico de los trabajadores bananeros de los veinte.
La realidad puede resultar algo enrevesada. La escultura, comisionada al escultor Rodrigo Arenas Betancourt, es en realidad un trabajo que en principio iba a ser instalado en Aruba para recordar a los esclavos de la colonia. Pero la talla nunca salió de la bodega debido a discrepancias en la isla sobre los rasgos de la figura. El artista había utilizado como modelo a un joven chocoano de la Universidad de Antioquia. A finales de los años setenta llegó una delegación de representantes sindicales cienagueros interesados en encargar un monumento para conmemorar medio siglo de los hechos.
El presupuesto de los pobladores del Magdalena era ajustado. Arenas Betancourt, que era un tipo de izquierdas, decidió donar, en un acto de generosidad, la talla de ese negro en posición de grito de lucha que estaba almacenado en su taller. Problema resuelto. Las organizaciones sociales aceptaron y sugirieron algunos cambios, como la añadidura del famoso machete o “chambelona” para cortar racimos. El Prometeo de la Libertad, como fue bautizado, fue empotrado sobre rieles donados por los sindicatos e inaugurado en 1978 en el mismo punto donde se encontraba la antigua estación del ferrocarril.
Ciénaga es hoy un municipio de 127.000 vecinos. Una ciudad sin apenas edificios donde las regalías que recibe por ser puerto carbonífero parece que se las tragara el sifón del mal manejo administrativo. Cuesta adivinar dónde se han invertido los más de 100.000 millones de pesos que han ingresado a los balances de la región en los últimos cuatro años. La infraestructura deportiva está desvencijada. Las salas de cine de los tiempos de la bonanza bananera, como la de la México, la del Córdoba o el Dorado, entre otros, han cerrado todas y cada una. Y un puñado de seis o siete papelerías tratan de camuflar la ausencia total de librerías. La biblioteca pública Pedro Bonett, en proceso de mudanza, pasa más tiempo cerrada que abierta.
Se cae la tarde en Ciénaga. Regreso a la Plaza del Centenario. Cuatro viejos pensionados ferroviarios se arremolinan cumplidamente en torno al templete. Cuando los abordo charlan sobre algunos líos con sus pensiones. Después recuerdan los días cuando operaban el Expreso del Sol, que los llevaba en vacaciones de Navidad a Bogotá. Cuentan que los pasajes ya estaban agotados desde noviembre. Pero ellos siempre conseguían sillas, y gratis, por ser maquinistas de ese monstruo descrito por el compositor Escalona en alguno de sus versos. “Era un viaje durísimo pero fascinante a la vez”, apostilla alguno. Explican que la concesión de la línea férrea le pertenece ahora a la multinacional Drummond, que la utiliza para transportar carbón desde La Guajira hasta el puerto de Ciénaga.
Pasan a hablar un poco sobre el papel de los últimos alcaldes, Luis Alberto “Tete” Samper (Polo) y el actual Edgardo “Nene” Pérez (Cambio Radical). Los comentarios basculan de un lado a otro, como si se tratara de dos añadidos más dentro del deteriorado decorado urbano.
Nazario García dice que con la llegada de Cambio Radical la familia Char de Barranquilla se va a tomar el pueblo. Alguno riposta que ojalá. “A ver si arregla esta vaina”.
Pregunto por la situación de seguridad. Dicen que después de los años más vidriosos del paramilitarismo vinieron tiempos de calma y que ahora se escuchan casos de delincuencia común. Me llama la atención la historia de las pensiones. Averiguo con quién puedo hablar sobre la situación de los sindicatos y de los derechos de los trabajadores. Entro en contacto con el nieto de un sobreviviente de la masacre del 28. Se llama Edgardo Alemán y dirige la Fundación 6 de diciembre, dedicada a preservar la memoria de la matanza y a hacer de faro de los derechos laborales.
Alemán cuenta por teléfono que quedan unas pocas haciendas bananeras. Afirma que las relaciones con ciertas multinacionales estadounidenses siguen siendo farragosas para algunos obreros en el Magdalena. Tanto la Drummond como las norteamericanas Chiquita Brand y Dole tienen procesos en curso en una corte de California por el presunto financiamiento al Bloque Norte de las autodefensas. Los paramilitares asesinaron durante esos años negros a vigilantes de la línea férrea, operarios del tren y sindicalistas. Trae a colación el caso del líder gremial José Luis Guette, asesinado por pistoleros de alias Carlos Tijeras, que le descerrajaron cuatro disparos frente a la desparecida joyería Diana. Su viuda, Soraida Padilla, quien sigue esperando la compensación económica que le corresponde por ser parte de la Unidad de Víctimas del Gobierno, completa el relato: “Fue a las 5.30 de la tarde del 24 de enero de 2001. Tenía 35 años. Llevaba unas botas marrón y una camisa a cuadros”. En la mano sujetaba un sobre con las peticiones que negociaba desde hacía un tiempo para afinar las condiciones de los trabajadores en la hacienda bananera Bomba.
Hay momentos en que el hilo entre pasado y presente se encoge. Edgardo Alemán afirma que desde Bogotá ha habido un desdén crónico hacia la memoria histórica de la ciudad. Desde su fundación se han hecho peticiones al Gobierno para que, dentro de la Ley 1448 de 2011, haya un proceso de reparación simbólica que incluya la recuperación de la Plaza de los Mártires. Por ahora el esfuerzo se ha refundido en los tejemanejes de la burocracia.
Doy un salto para tomarme una cerveza en la cafetería Fritos. Tiene el ambiente de película de época. Detalles de mampostería en estilo ecléctico/republicano trepan las paredes. El techo alto deja al descubierto unas vigas gruesas de madera. Suena en la radio Tres canciones, de Diomedes Díaz. En la mesa de al lado están el psiquiatra Alberto Fernández García y el trabajador Hugo Gómez. Los interrumpo. Tienen sobre la mesa dos vasos con una bebida de arroz. Cuenta el médico que el centro histórico, donde estamos sentados, forma parte desde 2012 de una lista de 17 municipios declarados patrimonio nacional. También afirma que Ciénaga debe ser el único sitio del mundo donde aún hay cementerio para ricos y otro para pobres. Puedo certificarlo en camino a la carretera. Me dice que Ciénaga tiene una situación geográfica privilegiada entre las aguas quietas de los manglares y las costas del Caribe. Está convencido de que cuenta con el potencial para salir del letargo. Finalmente apunta con decisión que el corazón de Macondo está en Ciénaga y no en Aracataca, como todo el mundo cree. Una pequeña declaración de amor.
Alberto Fernández García dice que no me puedo ir sin pasar antes por el malecón. Tomo un bicitaxi. Cuesta 700 pesos. Se trata, probablemente, de la única obra importante en años y que va en la primera de tres fases. Pasamos un monumento que recuerda las fiestas del caimán y me habla de la importancia de la cumbia cienaguera. Desde allí veo los barcos fondeados de la multinacional de Alabama. Más al fondo el verdor de la Sierra Nevada y una serie desordenada de cocoteros que se mecen con la brisa de la tarde. También la basura que se extiende a lo largo de los playones hasta Pueblo Viejo. Y algunos niños que juegan con una pelota desinflada alrededor de una efigie que parece un obelisco egipcio. Allí se encuentra la última frontera de Ciénaga. El mar. Nada nuevo bajo el sol. Ya me lo había contado Álvaro Cepeda Samudio a través de sus páginas: “Un mar desapacible y sucio al que no mira nadie. Sin embargo, el pueblo termina frente al mar”.
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