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Historias

Boxeo trans

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Era viernes y en Soledad, Atlántico, todos amanecieron hablando de la pelea. El alboroto comenzó temprano en la plaza central. Era la primera pelea de boxeo oficial transgénero en la que Brandon “Thael” Sanjuán y Brayan “Bryanis” Romero se batirían sobre el ring a puños entre maquillaje, sangre y escarcha.
A los 18 años, Brandon Sanjuán conoció el dolor. Aquella insoportable sensación infernal invadió su cuerpo minutos después de confesarle a su madre que era gay. Dice que sintió que los brazos se le escapaban a prisa como un par de hojas secas arrastradas por la brisa. Que sus piernas temblaban como las tejas de un techo a medio amarrar a mitad de un vendaval. Que le costaba pasar saliva y hasta le dolía mirar. Pensó que sería su fin. Creyó que Reina García, la sumisa niña de playa que lo parió cuando apenas tenía 13 años, no lo aceptaría. Que botaría fuego por los ojos y lo aniquilaría a punta de golpes y cantaleta. No era para menos, pues acabaría con la ilusión de la morena inexperta que en la sala del hospital de Puerto Colombia a las 9:45 del 24 de enero de 1994 dio a luz a su primer hijo, el que creía que sería su gran varón.
Desde aquella mañana de enfrentamiento han pasado cinco años. Hoy es viernes y en Soledad todos amanecieron hablando de la pelea.
En unas horas Brandon volverá a encontrarse cara a cara con el dolor. El alboroto empezó temprano en la plaza central, donde un grupo de morenos maromeros se encarga de montar el cuadrilátero negro en el que el hijo de García se encaramará para enfrentarse a Brayan Romero.
Ambos son transgénero. Ambos sueñan con convertirse en boxeadores de talla mundial, con seguirle los pasos a Mónica Henao, la sensual modelo llanera que alterna pasarelas y lonas, golpes y maquillaje. Al primero le dicen Thael y el segundo se hace llamar Bryanis. Un gordo de camiseta rota mira de reojo el armazón de metal, lo hace desde la tiendecita que está en la esquina de la cuadra contigua a la plaza. Parece intrigado. Secretea con el tendero. Sale, se asoma y grita: “Hey, a qué hora es que es la vaina”. Uno de los montajistas le responde con otro grito: “¡A las siete, viejo. A las siete!”. El gordo termina de tomarse una gaseosa y se va. Oscurece y detrás de las cuerdas el espacio se va llenando.
Los estaderos suben el volumen de los clásicos de Diomedes Díaz y los amigos de Thael caminan rápido. “Pilas, que nos quedamos sin puesto”, dicen mientras un vendedor de lotería se acerca al escenario repitiendo como disco rayado: “Y en el cementerio estoy vuelto gusano y allá están peleando lo que yo dejé”. Moviendo los brazos como si tocara un acordeón, el flaco que cuida los carros frente a la venta de patacones le responde: “por eso la plata que caiga en mis manos la gasto en mujeres, bebida y bailando”. En medio de la recocha, un quinteto de adolescentes tararea: “Todo el mundo pelea, todo el mundo pelea”. Y sí, aquí todo el mundo pelea. Y como ellos, yo también vine a ver la pelea. Aquí estoy, esperando que comience el espectáculo que tiene al pueblo enloquecido. Carros van. Camionetas vienen. Los buses llegan llenos y se van vacíos. Hace calor y en segundos esto se ha convertido en un hervidero de gente entusiasmada que huele a ron y aplaude por un enfrentamiento que aún no empieza.
Faltan trece minutos para las siete de la noche y esto, más que la antesala de un encuentro de boxeo transgénero, parece una verbena. Un par de mujeres mueven las nalgas al son de la champeta en el centro de una ronda disparatada en la que los hombres no hacen más que mirar cómo ellas se contonean. Ya no hay dónde hacerse. La plaza está repleta. Córrete, mijito, le pide una señora de blusón de flores a un encorvado albino que pareciera no tener pestañas ni cejas. El mono se está tomando un raspao de cola. Se nota que quiere terminar antes de que anuncien la pelea. No alcanza. Se desespera y tira al piso el vasito de plástico verde.
Los pedacitos de hielo teñidos de rojo destilan una agüita pegajosa que atrae a las hormigas, pero un perro sediento se les adelanta y se acerca para lamerla con la lengua reseca.
El mono y la señora espantan al perro. No hay espacio para los tres. La lucha no será solo en la lona. Ya lo habían advertido los pelaos, aquí todo el mundo pelea, hasta por un puesto. Con la plaza copada y los asistentes de fiesta, pienso en cuántos países más se realizan peleas como esta, cuántas Bryanis y Thael se atreven a diario a ponerse en la palestra. El boxeo transgénero tiene más de 63.000 resultados en Google, pero internacionalmente esa clasificación no existe. De hecho, solo en octubre de 2011, en México, en los Juegos Panamericanos se permitió la competencia en el ring de mujeres, eso que irremediablemente ellas sienten que son aunque tengan pene.
En la historia de este tipo de peleas hay apenas unos casos en Asia. Hace 19 años, en febrero del 98, fue noticia mundial la historia de Parinya Kiatbusaba, una transgénero de 16 años que una noche se convirtió en campeona nacional de boxeo en Tailandia y sorprendió a los diez mil aficionados que pagaron para ver su combate en el estadio de boxeo de Lumpini, en el corazón de Bangkok. Hoy, en pleno 2017, algunos aún señalan de macondiana la idea de que Bryanis y Thael, que son pesos ligeros (no superan las 160 libras) luchen con extensiones, esmalte y sombras tornasol.
A ellas les gustan las empanadas, pero con tal de cuidarse prefieren cambiarlas por torrejas de papaya y pedazos de guayaba. Hacen esfuerzos para superar las barreras que hasta febrero siguieron imponiéndole al norteamericano Mack Beggs, el boxeador de 17 años que a pesar de sentirse hombre es obligado a competir con chicas por haber nacido mujer o, por qué no, protagonizarla versión colombiana de Beatiful boxer, la película asiática estrenada en 2004 que cuenta la historia de cómo aquella tailandesa soñadora que venció en el Lumpini logró que permitieran que un transgénero ganara la batalla de los sexos. Y aquí están. Desde aquí las veo pedalear en un camino largo que se convierte en su sueño.
Se niegan a que terminada esta pelea su historia se reduzca a un simple resultado más. Seguirán ensayando hasta que en sus cédulas la M cambie por F. Hasta que al menos en Colombia exista una categoría para ellas, una que las ponga en su lugar, en el centro, en la mitad.
El ring está listo. Empiezan las apuestas. La mayoría le va a Thael, es de esperarse, tiene un poco más de experiencia que Bryanis, pues es su segunda pelea, se estrenó diez meses atrás, en febrero de 2016, cuando desmoronó como galleta dulce al contendor con el que libró una batalla organizada por la Alcaldía de Puerto Colombia. Aquella vez estaba cundida de nervios, no como ahora. Aquella vez, la fragilidad tocaba cumbia entre sus tripas y el miedo mecía su cuerpo con la perturbadora lentitud con la que se mueve una cadena oxidada en la argolla de un columpio viejo. Pero con la incontenible resistencia de una corriente desbordada, Thael se esforzó por ocultar el temor de su alma descuajada y se lanzó.
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Disfrazó su terror de valentía y ganó. Sí, aquella vez Thael ganó y hoy está aquí con evidentes ganas de repetirlo, mientras que Bryanis, a pesar de ser de Soledad y de jugar de local, parece estar en desventaja, pues el hecho de que este sea su primer combate hace que no despierte mucha confianza. Bryanis es mayor que Thael, pero en las mieles del boxeo es sangre nueva. Tiene 25 años y fama de peleonera. Para demostrar que su pasión es seria, comenzó a prepararse dos meses atrás, cuando entró por primera vez al opaco gimnasio en el que durante varias semanas entrenó con la exigente guía de la campeona mundial Darys Pardo. Cada mañana se envolvía los dedos de las manos en pedazos de esparadrapo blanco, lo suyo era como ritual que le protegía las falanges de la brusquedad con la que enterraba los puños contra el saco de arena que –en ese momento– representaba el marcado, pero para entonces desconocido, torso de Thael. Y es que no cualquiera practica con Darys.
Pocas han tenido el extenuante honor de ensayar con la fornida barranquillera que en octubre de 2009 obtuvo en Cúcuta el título más importante en la categoría de peso ligero. Bryanis y Darys se hicieron amigas, aunque con ella pasa lo contrario, Darys es mujer, pero quisiera ser hombre, y acepta que al principio se sintió señalada no solo por el deporte, sino por su preferencia sexual, es lesbiana. Lo considera normal, tenía veinte años y vivía en la prejuiciosa Barranquilla de los noventa.
Listo. Ahora sí. Salió el juez, un calvo barrigón de camisa azul celeste y corbatín negro que recorre el cuadrilátero y presenta a las contrincantes. Reina se persigna. La barra de Bryanis se amontona. Las boxeadoras asumen su papel y con la altivez de un par de gallos de pelea cruzan miradas y se saludan. Caminan erguidas, los tacones son sus espuelas. Las chiflan porque se pasean por el escenario maquilladas como candidatas de reinado en feria.
Thael mueve su vestidito de pepas negras y Bryanis tira picos y posa como modelo de revista. Tras unos minutos, bajan como la realeza, de la mano de edecanes altos y bravucones. Vuelven al camerino blanco y regresan igual de emperifolladas, pero esta vez sin faldita, ambas con pantaloncitos de licra, con ropa un poco más fresca. El calvo da la señal.
Inicia el encuentro. Thael le conecta un gancho a Bryanis y le saca el aire, pero ella no se queda quieta. “Dale, no te dejes”, le grita una amiga. “Sigue mama, sigue”, completa otra de sus chicas. Thael no necesita que la alienten. Luce femenina, pero se mueve como una bestia suelta. Estrella su puño derecho contra el duro abdomen de Bryanis. El público dice en coro: “Uhh”. Le pega tan duro que siento que hasta a mí me duele y, por puro reflejo, no puedo evitar tocarme la barriga. Bryanis baja la cabeza.
Los minutos parecen eternos. Thael tiene a Bryanis contra las cuerdas y también a los que la vemos. Una sensación de ahogo colectivo se propaga del lado del cuadrilátero en el que Bryanis trata de reponerse. Tras unos segundos, le vuelve el alma al cuerpo, saca pecho, empuja a Thael de una trompada y logra darse la vuelta. Suspira como si el mundo se le escapara a bocanadas mientras Thael la persigue como gata en cacería. Bryanis huye, pero se queda sin madriguera, no tiene de otra que resistir. Aprieta los dientes para lucir ruda, alza los guantes y se protege la barbilla. Nos sorprende. Lo logra. Bryanis golpea a Thael. Thael revive el dolor. El golpe la descontrola. La porteña se convierte en una fiera indomable. Saca sus mejores trucos, ensaya su técnica y golpea el rostro de Bryanis como si fuera una pera de gimnasio. Veo cómo sus puños rompen contra la ceja izquierda de la soledeña. Bryanis cae. El juez le da un espacio.
Los ánimos se caldean. Apenas van cuatro minutos y ya algunos de los asistentes se montan en las sillas. Unos aplauden, otros se ríen y las barras se quejan. Se acaba el primer asalto. La gente comenta. Me cuelo entre el tumulto. Escucho a dos hombres hablar sobre la potencia de los golpes de Thael.
—Uy, primo, a la de negro se nota que le pesa la mano –apunta un mulato de chancletas marrones.
—No, brother, yo sin un palo pa defenderme no aguantaría esa muñequera –le responde el amigo.
Cada vez todos se apretujan más, el acontecimiento lo amerita, este tipo de peleas son poco frecuentes, a decir verdad es la primera que se realiza en Soledad, por eso tanto arriba como abajo del ring se vive la agonía. A más de uno se nos escapa el aliento. Todos estamos sudando. El desespero de la gente es por estar lo más cerca posible del cuadrilátero. Aquí vamos de nuevo. Los que logramos llegar al borde tomamos aire para ver cómo Thael se le acerca a Bryanis con las cejas arriba. Su maquillaje cargado la hace ver más expresiva.
De tanta crema que se untó, parece que sudara escarcha. Se nota que Bryanis está cansada, pero como novia engañada que no quiere lucir resignada se esfuerza por no perder el glamur. Con su ombliguera amarilla ajustada se para firme frente a Thael. La mira retadora, guerrera, con la actitud desafiante de un soldado líder de pelotón. Se acomoda el protector bucal. En respuesta, Thael se lo saca y escupe. Esto es guerra, señores. Vinieron a boxear y lo están haciendo. Thael se le acerca por la derecha, sus pasos tienen la misma firmeza que los de un elefante. Nadie la mueve de ahí. Luce segura, parece una roca. Mueve su larga trenza de pelo negro en señal de autoridad y con una risita disimulada que pareciera susurrar un “de aquí no me quito”. El vendedor de raspao se baja de la silla de su carrito. Parecería que el tiempo estuviese detenido. La humedad es tanta y el aire es tan denso que siento que Thael lo corta con sus brazos como si fueran machetes.
Esta vez no se le escapan como hojas secas. Esta vez aquellos brazos delgados, pero fibrosos, se convirtieron en filosas cuchillas de hierro dispuestas a hacer polvo a Bryanis. La corriente de empujones me devuelve a mi posición inicial.
Vuelvo atrás. Desde acá veo mejor el panorama.
Las lámparas altas iluminan toda la plaza. Viene, ahí viene Thael, se alza ante Bryanis y vuelve a atacarla. Bryanis suelta un “ahh” que enternece a la señora del blusón de flores. “Ay, no, no aguanto esto. Pobrecita esa muchachita, mejor me voy”. A lo que otra mujer de unos 50 años responde, “ajá, Cristina, ¿te vas a poner sentimental?”. No solo le pasa a Cristina. Un par de costeños de esos de pelo en pecho están, aquí a mi lado, perplejos como yo por la forma en la que Bryanis luce como congelada, como ida, taciturna, mareada, con la mirada perdida.
Parece estar recordando algo. Como si por su mente pasara una película. Dos meses después, Bryanis me cuenta en la sala de la casa de una de sus primas en el barrio Las Candelarias, de Soledad, que en ese momento sintió el ardor de perder antes que perder. Sintió morir en cámara lenta, desvanecerse de dolor, como la mañana en la que encontró a su mamá quemándole, dentro de una lata de pintura vieja, las tangas que había comprado con sus ahorros cuando la pubertad le despertó el deseo de sentirse mujer a pesar de ser hombre.
Para llegar hasta la casa de la prima no bastó con tener la dirección. El barrio es tan peligroso que ella misma nos recomendó, a mi fotógrafo y a mí, dejar el carro en el parqueadero del centro comercial más cercano, uno con un enorme sol, ubicado en la vía al aeropuerto Ernesto Cortissoz, en el suroccidente de Barranquilla. De ahí al callejón polvoriento en el que nos esperaba había 15 minutos en taxi. Los primeros tres se negaron a llevarnos. La cuarta fue la vencida gracias a la persuasión de un motociclista que le sugirió al conductor no dejar escapar la carrera, por aquello de que la cosa estaba dura.
Sigo aquí en la plaza y de un momento a otro, Bryanis vuelve en sí, se descongela y me asombro viéndola cómo cabecea, da un paso al frente, salta varias veces y amaga. Es más bajita que Thael, por más que se empina no logra superar el metro con setenta y seis centímetros que mide la hija de Reina. Pero lo intenta. Consigue inyectarle un puño a Thael en el centro del pecho que por centésimas la obliga a encogerse como una oruga. Bryanis aprovecha los segundos en los que Thael se retuerce con las rodillas a medio doblar, trata de neutralizarla mientras está al nivel de ella. Parece un nubarrón cargado que amenaza con llover, pero que no se atreve a soltar el chaparrón. Lo piensa mucho.
Pierde la oportunidad. El efecto del puño pasa rápido y Thael se repone, se endereza de un tirón. Vuelve la gritería y el enano que vende bolsitas de agua y latas de cerveza se abre paso entre la muchedumbre zarandeando su helada y percudida neverita de icopor.
—Primo, dame trej fríaj —le pide al enano un alto moreno de camiseta roja con acento de cartagenero.
—¿Na más tres? —le pregunta el enano.
—Ajá —responde el moreno.
—¡Cómprame más, mira que la cosa se está poniendo buena y con este montón de gente que me tapa, seguro me doy la vuelta y no me ves más! —insiste el enano.
—Joda, loco, te la sabej rebuscá. Dale, puej, trae acá seis frías—remata el cartagenero mientras se saca con sigilo un billete de veinte mil pesos del bolsillo delantero de su bermuda a rayas.
Más atrás le sigue el de la palangana de mangos al que por poco se le caen los limones y el tarrito de pimienta por andar mirando hacia el ring. Todos están buscando cómo hacer su agosto en esta noche de diciembre. No se les escapa nada. Con la plaza llena hay clientes para todo. Desde el cigarrillo hasta el chicle, no hay nada que no se esté vendiendo, todo a costillas del espectáculo que están dando Thael y Bryanis.
Me pregunto qué recibirá la ganadora. Por qué razón decidieron venir a partirse las uñas postizas, a restregar el esmalte rosado contra la gasa rugosa que recubre el interior de esos guantes. Vuelvo a concentrarme en el asalto y esta vez Bryanis me deja boquiabierta. El sudor le corre hasta el ombligo. Se está derritiendo como cera al fuego y cuando menos lo espero se abalanza sobre Thael con un irreconocible temple de acero azuzado por el miedo a dejarse vencer. Sus esperanzas de acariciar la victoria explotan de golpe en golpe como voladores de Año Nuevo. Cogieron ritmo. Ambas lanzan zarpazos sueltos. Los de Bryanis dan la impresión de ser las últimas manotadas de un náufrago desesperado. Thael está perdiendo los estribos.
Reina se encoge de hombros y se tapa los ojos como queriendo desaparecer.
Ay, padre, mijo va a matar al hijo ajeno, –dice Reina con ese angustioso tonito característico de las dramáticas madres costeñas cuando están preocupadas.
Reina sabe que el de Thael es un espíritu indómito que se enfrenta con agallas al mundo por defender sus sueños. Lo está demostrando. Con los tenis negros talla 40 que le prestaron para la pelea se inclina hacia todas partes.Corre para un lado y salta para el otro. Los músculos de las piernas se le asoman y sus nalgas duras dan cuenta de que el tiempo en el gimnasio del barrio Loma Fresca, en el que paga a diario dos mil pesos, no se ha perdido.
Derechazo va y derechazo viene. Bryanis pierde el norte. Thael la tiene clara y ¡buuum!, le conecta un gancho al hígado, alza la cara y lo celebra mirando al público como si estuviera en el centro del Madison Square Garden y, aunque las ínfimas medidas de este precario y negro ring distan de ser mínimamente comparables con las del imponente escenario neoyorquino capaz de albergar a cerca de veinte mil almas, la porteña se lo goza igual. Saborea el dejar pasmada a Bryanis y la remata con un sopapo a la ceja izquierda. La consecuencia es irremediable, Bryanis empieza a sangrar. El combate sube de tono. La herida nos pone serios. Señores, Thael y Bryanis se van a acabar, la una mira a la otra. Y ahora es Thael la que se acomoda a un lado del ring ante la llegada de un médico, se pasa el antebrazo derecho por la frente empapada de gotas saladas y busca a Reina con la mirada, no tarda mucho en encontrarla, le mueve la cabeza como queriendo su aprobación y por un par de segundos se queda quieta.
Parece un camaleón. Se está transformando. Ahí, frente a mis ojos, es como si estuviera cambiando de piel. Como si pensara en el asco que le produce imaginarse con el cuerpo fortachón del medallista olímpico Muhammad Alí, ese al que admira por ser catalogado como el mejor boxeador de todos los tiempos. Ella también quiere serlo, pero a su manera. Sonríe con picardía, parece recordarlo. Es de noche y en este despejado cielo decembrino se ven brillar las estrellas. Thael quiere convertirse en una.
Alza los brazos como pidiendo aplausos. Como si de ellos dependiera su valor. Como si su gallardía se midiera por el apoyo que recibe del público que sigue aquí solo para verlas. Vuelvo a inquietarme. Esta vez me pregunto cuántos casos como el de ella habrá en Colombia. Cuántas personas transgénero querrán pertenecer a esa nueva estirpe de boxeadoras que quiere noquear a aquel prejuicio sexista de que este es un deporte solo para hombres o marimachos. Supongo que aquí en Soledad deben ser muchos, pues aunque no hay un registro preciso sobre la cantidad de lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero que habitan en el municipio, para nadie es un secreto que si por algo se reconoce el Atlántico –además de por la sazón de sus típicas butifarras– es por albergar a la mayoría de los que viven en el departamento. Incluso, para agosto de 2015, cuando por primera vez una mujer trans asumió un cargo público en la Alcaldía de esa población, gracias al nombramiento de Lorena Arenas como directora de la Oficina para la Atención de la Comunidad LGBT, se hablaba del desplazamiento como detonante de la llegada de personas transgénero desde las faldas de los Montes de María, San Onofre y Chalán. Vuelvo a concentrarme.
No hay manera de que no lo haga. Los gritos y los brazos arriba conducen de nuevo mi mirada hacia la lona y me esfuerzo por hacer un primer plano de la ceja de Bryanis. Noto que los ventarrones salados ayudan a que la herida empiece a secarse. Ella no se da por vencida. Todavía no suena la campana y hasta que eso no pase, aquí no hay ni vencedora ni vencida. Suelta un zarpazo improvisado a las costillas de Thael.
Escucho un par de carcajadas obstinadas que parecen festejar la derrota de la soledeña. Pero falta. Aún falta. Thael quema su último cartucho y su victoria explota. Sí, señores, tras siete minutos y apenas dos asaltos Thael se corona ganadora. El calvo se cruza en el cuadrilátero y levanta el brazo derecho de la hija de Reina en señal de su contundente y limpia victoria, luego de que por la herida en la ceja de Bryanis el médico ordenara terminar la pelea. Thael saca cola y con la mirada busca de nuevo a su mamá, que está ahora más tranquila cerca del armazón desde el que su carajita de 23 años sonríe orgullosa. Anuncian el premio y mis dudas se despejan. Thael se llevará $100.000. Ahora me pregunto quién los dará y a cuenta de qué.
Mi interrogante es respondido por el calvo que recuerda que este se trata del Primer Encuentro por la Equidad de Género en el Caribe y que fue organizado por la Alcaldía de este tan apacible como corrupto pueblito de tradición musical en el que nació el merecumbé y en el que no hay más de seiscientos mil habitantes.
Tras menos de diez minutos de agobiante pelea, las apuestas también tienen ganadores. Los nudos en las gargantas se sueltan. Y parece que hasta los mudos empiezan a hablar. Los chicaneros siguen llegando a bañarse en la gloria de Thael. Bryanis luce frustrada. Acepta la derrota con la cabeza gacha. Pero alza la frente para las fotos de la prensa local. Ya no le falta el aire. El ambiente sigue prendido frente a la iglesia en la que la música no se acaba. La pelea terminó, pero la rumba apenas comienza. La noche es joven, como Bryanis y Thael. Thael dice ser noble y en un gesto de descomunal solidaridad con su rival, la invita a unos tragos. Ambas se cambian. Bryanis se maquilla la herida. Se componen y se alistan.
Salen y se van. Las que minutos atrás se enfrentaban como fieras en un marco de cuerina negra, ahora brindan con aguardiente en señal de perdón. Las miro a lo lejos, desde donde un chismoso le dice al otro: “Caramba, qué civilización, se dan duro y terminan tomando”. Y sí, con ganadoras o derrotadas, así es el país que sueñan Thael y Bryanis. Uno civilizado en el que no las señalen por querer ser lo que son, un par de costeñas arrebatadas por comerse el mundo a puños y reventar las críticas sin contemplación. Ambas son estilistas, todos unos pesos pesados de los secadores. Ambas se ganan la vida empuñando pesados cepillos de mango de madera y cerdas de plástico con los que les estiran el pelo a las clientas de sus saloncitos de barrio.
Desde la noche de la pelea han pasado dos meses y ahora estoy en otra sala. Esta vez no en la de la casa de la prima de Bryanis, sino en la de Reina, la mamá de Thael, quien mientras me ofrece un vaso de gaseosa me enseña orgullosa los recortes de prensa en los que salió su hija. A pesar del dolor, Reina la aceptó. Viven juntas. Frente a la pared amarilla de su humilde habitación, Thael me enseña el tocado de multicolores plumas con el que desfilará en carnavales. Ya está lista para bailar junto a Reina sus salsas favoritas.
A los 23 años Thael revivió el dolor. A los puños, volvió a experimentar aquella insoportable sensación infernal que, encima de un ring negro rodeado de elásticas y gruesas cuerdas rojas y blancas, convirtió sus brazos en un par de cuchillas arrasadoras con las que demostró que, aun con maquillaje y tacones, puede dominar el cuadrilátero como su madre Reina García alguna vez lo soñó, con agallas, con pantalones, como todo un gran varón.
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