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Historias

La movida de San Felipe

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Foto:

Revista Don Juan
De cara al monumento Los Héroes, San Felipe se proyecta como uno de los puntos más cool de la ciudad. Un enclave vecino al barrio 7 de Agosto, el gran taller de Bogotá, donde las antiguas casas de familias bogotanas le han dado paso a galerías y a los talleres de algunos de los artistas jóvenes más prometedores de Colombia. Los lofts de las galerías del barrio Soho o de Bushwick de Nueva York; las galerías de Wynwood, en Miami; el 798 Art Zone, de Beijing o el Saint-Germaindes-Près, en París, tienen un hermano menor en el barrio San Felipe en Bogotá. 
Eduardo Carranza (1913-1985).
Entre la calle 72 y la 80, y entre la Avenida Caracas y la Avenida 24, bordeado por dos líneas de Transmilenio y a un brinco de la zona financiera y de Quinta Camacho, se encuentra uno de los barrios donde habitó y escribió sus versos el poeta Eduardo Carranza: San Felipe. Sus calles desangeladas, con casas de fachadas discretas y esquinas llenas de escombros, ahora tienen nuevos inquilinos. En el barrio se han abierto catorce galerías en los últimos años. Por las noches la escena se repite. Un pelotón de parejas y solitarios se reúne frente a alguna casa. Se ven siluetas vestidas de gabardinas de tweed y pantalones de bota ajustada. Las puertas se abren. Los meseros van y vienen con bandejas provistas de copas de vino tinto mientras en las calles cercanas los talleres de orfebres, artesanos, carpinteros o ferreteros ya han echado candado a sus negocios. Un grupo de aficionados al arte ha puesto la mira en esta esquina para convertirla en un eje de la topografía cultural de la ciudad.
De niño, a mediados de los años ochenta, la ennegrecida piedra muñeca del monumento a los Héroes era lo único que solía despertar mi inquietud cuando pasaba por sus alrededores. Ahora han migrado docenas de artistas jóvenes y reconocidos y se habla de San Felipe porque tras las fachadas de las viejas casas tradicionales, o de las remodeladas, se construyen o se exponen algunas de las obras más interesantes del arte contemporáneo colombiano. Un lugar por donde constantemente rotan coleccionistas e inversionistas a la caza de novedades. Un sitio que además de estudio es la vivienda de artistas como Mateo López (Bogotá, 1978), que vive y sueña en San Felipe cuando no está en Nueva York o en Bushwick, una barriada multicultural al noreste de Brooklyn con la que traza paralelos: “Hay un pedazo que me recuerda mucho a San Felipe. Las calles están un poco sucias, hay puestos de soldadores, carpinterías por todas partes”.
Seis ventanales industriales y una puerta de metal rayada con grafitis ilegibles reciben al visitante en su taller. Las pocas personas que pasan por la calle se dirigen hacia un colegio cercano y casi nadie se imagina que tras la sencilla fachada, que se conserva tal como la concibieron sus primeros propietarios hace más de cuatro décadas, anda Mateo, que ha recorrido con su trabajo las salas de algunos de los mejores centros de exposición de arte del mundo, el mismo que ha recibido elogios de medios como la revista especializada Art Review. A la feria Art Basel en Suiza llegó con su obra Casa desorientada, una mezcla entre un cubo de Rubik y la sintética cabaña mediterránea de Le Corbusier, conocida como el Cabanon. O su instalación Travel without Movement, adquirida por el MoMA de Nueva York, y que recoge objetos y dibujos que fue acumulando en su maleta durante un viaje a Medellín y Cali en Vespa. Aprovisionado de dos juegos de ropa, dos cámaras, dos trípodes y un cuaderno de notas recorrió 2.153 kilómetros con lo que describe como un “estudio portátil”.
Mateo es un tipo de corta estatura y anteojos de marco grueso. Viste de manera descomplicada. Una camiseta gris y unos tenis: una forma de estar en el mundo. Me recibe en su casa-taller, donde funcionó durante algún tiempo una fábrica de corbatas. Cuenta que cuando se mudó todavía quedaban algunas por ahí regadas. El primer piso es un lugar sobrio y de techos altos, rematado al fondo por una terraza con un yarumo monumental. En los otros dos niveles está la casa del artista, con su nutrida colección de acetatos y una amplia muestra de útiles de papelería. Subimos a la cocina, en el tercer nivel, donde también hay una terraza en la que se cuelan los gritos de los niños que probablemente han salido en estampida a recreo y los persistentes ladridos de algún perro de esquina. Nos sentamos en una mesa que tenía un frutero y una matera que me hizo pensar que hacíamos parte de un bodegón, mientras Mateo explicaba que lo que se ve por ahí regado hacía parte de la obra que presentaría hasta diciembre en la Galería Casas Riegner de Bogotá. Me mostró cómo de las mechas recogidas en alguno de los campos de tejo del barrio, creó una escultura de triángulos que va colgada del techo y de un totumo, el tanque de una motocicleta con diseños pintados con aerógrafos de los talleres cercanos. Me doy cuenta fácil que muchos de los elementos que el artista utiliza en sus obras son los objetos desestimados del barrio.
Cuando Mateo sale a la calle, muchos lo saludan desde los garajes de mecánica. Cualquier cosa que Mateo ve por ahí en algún rincón de un taller en el olvido se traslada a esa factoría de imágenes llamada inspiración y luego desemboca, probablemente, en alguna forma de arte. El esfuerzo estético de Mateo López está dirigido ahora mismo a resolver los enigmas de la memoria o del pensamiento en el futuro, su interés gira en torno a lo incierto. Esto nos lo cuenta mientras se calienta el agua para un té negro que compró en la China y que escarba dentro de un tarrito de metal. “La gente habla del boom de San Felipe como el distrito de arte de Bogotá, y dentro de esa idea se anhela un barrio bonito donde las parejas caminen por andenes perfectos con sus coches para bebé. Pero esa no es, para mí, la gracia del lugar. La esencia de este barrio está en esas casas de ladrillo pelado, en los pedazos de alambre que se asoman del techo, en los talleres de mecánica, en el olor a tinto y en la gente que vende aromática en las esquinas, en los carritos que venden bebidas y comida en las esquinas. Ahí está la identidad del barrio”.
Todo comenzó a mediados de 2005, cuando un grupo pequeño de inversionistas y amantes del arte pusieron la mira en el barrio. Eran días florecientes para el mercado del arte joven en el país y lo ideal consistía en buscar un sitio cercano al norte de Bogotá, donde el precio del metro cuadrado fuera bajo y la financiación viable. Así fue como San Felipe apareció en el radar. El primero en aventurarse a comprar un inmueble fue el arquitecto Alejandro Castaño, que quiso trasladar sus obras de arte a una casa que le sirviera como bodega. Compró en 2009 la que había sido una antigua y abandonada fábrica de tintes para pelo: “A mí nadie me contó sobre el lugar. Digamos que hubo un día en el que yo empecé a pensar dónde podía ser el sitio ideal para desarrollar Bogota Art District o el BAD, como lo llamo yo con cariño, pero igual, mucha gente lo llama San Felipe o como sea”, afirma.
Recuerda que desde que visitó el barrio por primera vez se dio cuenta de que era un lugar interesante para desarrollar un proyecto de arte. “Con buenos servicios, entre comillas, servicio de transporte, de llegada, de conveniencia, y encontré este pequeño barrio que estaba un poquito en el olvido porque era todavía muy residencial, con muchas personas mayores en las casas, que ya sus hijos se habían ido, y ya en el fondo del corazón se querían ir de ahí, pero no encontraban la forma”.
Un año más tarde, en 2010, uno de sus buenos amigos, Juan Pablo Navas, publicista y restaurador, adquirió la casa vecina, donde hoy funciona en arriendo la galería Sketch. Más tarde llegaron artistas como Nicolás París, Nicolás Cárdenas, Mateo López, Carolina Rodríguez, Rodrigo Echeverri, y así se fue tejiendo una página más en la historia de esta vieja esquina de la localidad de Barrios Unidos.
A escasas dos cuadras del estudio de Mateo López se encuentra Flora, centro de arte que abrió sus puertas en agosto de 2013 y por donde han pasado reconocidos artistas internacionales y nacionales de la talla de Doris Salcedo, que expuso parte de su obra Plegaria muda. Flora es un proyecto cultural que tiene una escuela de formación y centro de exhibición dirigida por José Ignacio Roca, arquitecto de la Universidad Nacional, antiguo responsable adjunto de arte latinoamericano para la galería Tate de Londres, y uno de los curadores más importantes de Colombia. A sus 53 años, el antiguo director del Museo del Banco de la República sigue reinventándose. Instalada en un inmueble de tres pisos, la casa perteneció primero a una adinerada italiana que la donó a una orden de monjas. Las religiosas se la vendieron a Roca a mediados de 2012. Ahora hay 18 artistas de distintos países que a través de una beca de un año tienen acceso a talleres con el compromiso de trabajar a su propio ritmo. La galería abrió recientemente una biblioteca pública y hay un programa de exposiciones dentro del que se hace uso de la vitrina, llamada el gabinete, para llevar a cabo instalaciones de artistas. José Ignacio Roca nos contó en un salón rodeado de lámparas que cuelgan del techo y se desprenden de las paredes también, que lo más importante de su proyecto se centra en la escuela de formación. Lo dice en tono pausado y con la sapiencia de quien ha ido hilando una trayectoria para comprender el laboratorio en el que se ha convertido la escena del arte contemporáneo en Colombia.
Flora Ars+Natura.
El aterrizaje de Flora ha sido descrito por más de uno como la llegada de un vecino amable al barrio. Un arquitecto lo ejemplificó como el vecino nuevo que le ofrece galletas al de la puerta de al lado. Es probable que tenga razón. A actividades como la “chocolatada” que se da un domingo al mes para acercarse a los habitantes, se suman las expediciones botánicas de dibujo acompañadas de artistas, bautizadas como Echando lápiz. Esto no quiere decir, en todo caso, que los vecinos participen, o se sientan entusiasmados siempre, pero transluce gestos de caballerosidad que diversos estudiosos de los procesos urbanos celebran. Roca, además, trata de aportar a la economía local y cuando tiene inauguraciones alquila los implementos de hostelería a pequeñas empresas del barrio o a las costureras que trabajan a pocas casas.
Los vecinos resaltan un diálogo cordial con las otras galerías que han ido llegando. La posibilidad de que la cultura impacte positivamente en un sector víctima de la inseguridad resulta más seductor que los negocios fachada, ligados a la prostitución, o a alguna farmacéutica con poco control en el manejo de residuos tóxicos. Para la moral de la mayoría de los vecinos de San Felipe, que venía hace años en picada, la propuesta del arte cautiva. Para otros se trata simplemente de un eco lejano y pocas pistas tienen sobre dónde están los centros de arte o en qué consisten los nuevos movimientos.
Arriba: SGR Galería. Abajo: Instituto de Visión.
Al compás de la llegada de galerías y artistas, los inmuebles han alcanzado niveles que hace unos años eran impensables para una zona algo escondida y que se consideraba primer peaje hacia el industrial y caótico 7 de Agosto. Restauradores como el peruano Rafael Osterling o diseñadores de moda como Ricardo Pava ya han adquirido viviendas a la espera de la evolución del sector. Una casa de poco más de un centenar y medio de metros cuadrados, que hace ocho años costaba 130 millones, puede llegar a costar hoy 900 millones de pesos. Se calcula que el precio del metro cuadrado se ha multiplicado un 300 % en las últimas dos décadas.
Pero para muchos habitantes los cambios operan de manera sigilosa. Santiago Yepes, comerciante nacido en Susa (Cundinamarca) hace 67 años, desde el 2015 administra una tienda de esquina, oscura, con bultos de papa a la entrada, baldosines antiguos y mostradores de vieja data. Sobre la llegada de las galerías ha escuchado rumores. Señala que uno que otro extranjero ha pasado últimamente por la tienda, pero lo que en realidad lo mantiene alerta es el encarecimiento del arriendo, que ha pasado de ochocientos mil a un millón de pesos mensuales en los pocos meses que lleva. “Y eso que la dueña es amiga mía desde la infancia en el pueblo”, añade mientras atiende a un señor.
Arriba: Galería Jacobo Carpio. Abajo: Compacta Galería.
William García, docente e investigador de la Universidad Javeriana, acude al ejemplo de lo sucedido en tres plazas de mercado en España para explicar en qué consisten estos cambios urbanos. Se refiere al mercado de San Miguel, en el centro de Madrid, y a La Boquería y la plaza de Santa Caterina, ambas en Barcelona. En los tres casos se han intervenido antiguos mercados populares para convertirlos en abastos gourmet. Esto, en palabras de García, resulta muy atractivo para los turistas y ciertamente vistoso para la mayoría de los visitantes. Pero la moneda tiene dos caras: la otra forma de mirarlo deja una versión “postiza, muy simplificada: banaliza la identidad e historia de la ciudad. Además, cambia el entorno y las costumbres de la población que utiliza o vive cerca del barrio. Hay una modificación de la realidad”. En el caso de La Boquería, cuyo proceso arrancó en los años ochenta, desaparecieron de escena viejos pescadores que suministraban sus productos y la figura de los vendedores de libros usados que se apostaban en los alrededores, similares a los que se extienden a lo largo del río Sena en París.
Arriba: Permanente. Abajo: Sketch Room.
El barrio San Felipe de hoy, en todo caso, aún se aferra a su pasado y conserva buena parte de la arquitectura y apariencia original, con dos campos de tejo que se dicen profesionales y el coliseo gallero San Miguel, que tiene más de treinta años en funcionamiento. Estas que ahora son calles amplias fueron potreros en un principio. Un tranvía atravesó la avenida 24 durante muchos años. Y el mercado se hacía en la plaza del vecino 7 de Agosto. En el mismo sitio donde hoy funciona el centro médico de Chapinero, unos baños públicos suplían la falta de acueducto en los años cuarenta y la mayor aventura consistía en organizar carreras de botes en el lago donde hoy se levanta uno de los mayores centros de venta de computadores de Bogotá, bautizado, precisamente, Unilago. Las calles de San Felipe conservan aún la masa negra de cables de la luz que corta la perspectiva en cualquier dirección. No hay aún un café Starbuck’s ni tampoco un McDonald’s y sus habitantes son en su gran mayoría adultos mayores. Las cifras apuntan a que solo un 40 % de las casas del barrio están actualmente habitadas. El comercio de repuestos para carros, las empresas de seguridad, los talleres textiles o institutos universitarios configuran el resto del panorama.
Arriba: Castanier Galería. Abajo: Doce cero cero.
Existe una convicción muy clara de que una ciudad embotellada y con las dimensiones de Bogotá necesita romper costuras y abrir espacios culturales como los que están surgiendo en San Felipe. Para Alejandro Castaño “estos desarrollos urbanos de pequeños sectores de ciudad hay que mirarlos con mucho cuidado. No porque de repente se haya vuelto un sitio de galerías y que la gente quiera hacer una pequeña inversión quiere decir que los valores ya son otros”. Y añade que se trata de un proyecto que se debe ir cocinando con cariño y con tiempo. En la mira tiene proyectos de vivienda y educativos en San Felipe, pero es consciente de que el “desarrollo se tiene que ir dando, todo tiene que ir pasando, pero a un ritmo mesurado”.
María Camila Sanjinés es artista y hace dos años trabajó con un equipo de creadores y urbanistas en un proyecto editorial y una exhibición sobre el barrio. El proyecto incluyó una maqueta de San Felipe hecha en mantecada de la panadería local, Lili pan. También la publicación de unas pequeñas revistas en forma de cuadernillo donde se recogían experiencias de los habitantes y una partitura musical inspirada en la estructura física de la calle 74A entre carreras 22 y 23, elaborada por los músicos austriacos Tommy Philippaerts y David Kostenwein. Dice María Camila que “iniciativas como San Felipe son un respiro para la ciudad. Pero no se debe perder de vista que como todo gira en torno al arte, también es positivo que los artistas abran preguntas sobre el espacio que han pasado a habitar, sobre la ciudad y sus diferencias, sobre los habitantes que la componen”.
Arriba: Galería Beta. Abajo: KB Espacio para la Cultura
Me pregunto si este barrio se convertirá, en el futuro, en uno de los enclaves de arte latinoamericano más atractivos. Por lo pronto, el barrio sigue dejando algunas imágenes que se pueden detener en el tiempo como frescos urbanos, instantes que permiten comprender la vida en sus calles. Muchos podrían extrañar las madrugadas tranquilas en San Felipe. Se descubre que el viejo barrio de casas de pocos niveles va dando paso a edificios algo más altos. Los ferreteros de la avenida Caracas, los mecánicos de la calle 76, los empleados de la fábrica de sabajón, los vendedores del 7 de Agosto o mecánicos se cruzan con estudiantes en el camino al trabajo, o a alguna de las universidades o institutos alrededor. Mateo López, por su parte, visita con frecuencia la panadería local famosa por las mantecadas y donde, además, compra sándwiches de pernil, envueltos y queso. “No sé qué pueda pasar con San Felipe más adelante”, concluye mirando los tejados desiguales desde su terraza, “lo que sí sé es que disfrutar de la calle en una ciudad que convive casi exclusivamente de puertas para adentro constituye un privilegio. Ojalá en algún futuro haya más convivencia y se vuelva a esa idea que con el desorden y la inseguridad se ha ido perdiendo, la idea de vida de barrio”.
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