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Cultura

Una tarde de carreras en el hipódromo de San Isidro, Buenos Aires

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Foto:

Edwin es el mejor jockey de Latinoamérica ¡Va a ganar el Gran Premio Latinoamericano!
No lo dudes, no lo dudes…
En San Isidro se mantiene buena parte de la etiqueta de lo mejor de la hípica mundial. Y parte de la etiqueta son los sombreros.
La emoción del hombre era contagiosa. Me había acomodado en la baranda para ver de cerca la llegada de la carrera y oír los gritos de la multitud. Tenía mi cámara en el cuello y la mirada en la pista. En algún momento me giré para ver a la gente y me encontré con la figura de un hombre que saltaba como loco. Tenía la cara roja y su corbata verde se movía como una serpiente a punto de morder. El triunfo de Edwin lo había llevado al éxtasis.
Hice varias fotos suyas y se dio cuenta, cuando se calmó se me acercó y se me presentó:
–José Mesa Calixto. Yo soy el mánager de Edwin Talaverano. No, realmente no soy su mánager, soy su amigo. Soy amigo del mejor jockey de Latinoamérica. No hay nadie como él. Te juro que va a ganar el Gran Premio Latinoamericano. Apuesta por él.
–Hay que apostar por Liberal –dije al volver a la mesa–. El jockey –repetí con suficiencia– es el mejor de Latinoamérica. Sus competidores solo habían visto el polvo.
Talaverano y su caballo acababan de ganar una de las carreras que, de alguna manera, se veían como el preámbulo del plato fuerte.
Era mi primera vez en un hipódromo. Y no estaba nada mal. En el salón que había reservado Longines –cronometrador oficial del evento– era obligatorio usar saco y corbata. Había mujeres con sombreros dignos de Ascot. Abajo, en los lugares menos exclusivos, había gente de todas las edades, hombres mayores con un cigarrillo en la boca, jóvenes con camiseta que movían los brazos con desespero y que, cuando llegaban los caballos a la línea de meta, soltaban un rugido digno del estadio de River Plate en un clásico contra Boca. El hipódromo de San Isidro tiene capacidad para 100.000 personas. La entrada es gratuita y el negocio está entre los patrocinadores y las apuestas. Yo había entrado en ese mundo con poca suerte. Todos los caballos por los que apostaba perdían, pero ahora tenía un dato: Edwin Talaverano.
En mi primera aproximación seguí a la multitud y mi cámara me dio acceso al podio. Tomé fotos de la familia del jockey, de su patrón; de todo lo que se movía alrededor. Me impresionó la estatura de los jockeys. Hay un capítulo de Los Simpson en el que Homero cae en una especie de caverna secreta de jockeys que le revelan que son una especie de duendes malvados y Homero escapa por los pelos. Talaverano, por supuesto, no era un duende.
Tenía siempre la espalda muy recta y no parecía tener necesidad de mirar hacia arriba, por el contrario, una vez encima de sus caballos nadie podría ser más imponente. El cuerpo de todos – con su ropa apretada– se veía fibroso y sin una gota de grasa.
No me imagino a un jockey gordo. La velocidad de los caballos –en plena carrera– podía llegar a los 70 kilómetros por hora. Estar encima de un purasangre no es para todos.
–Apuesten por él.
–¿De dónde es? –me preguntaron mis compañeros de mesa.
–El caballo y el jockey son peruanos.
La lógica invitaba a apostar por los locales, los argentinos; un brasileño se dejó llevar por el patriotismo y apostó por un caballo uruguayo con un jockey paulista. La tarde se iba diluyendo entre puros y comida, ni un solo trago: las bebidas alcohólicas están prohibidas en los hipódromos argentinos.
–En el torneo de polo todos beben; pagan las multas y todos beben –me dijo un periodista argentino.
–Todo es una mafia –terció otro.
Juan Carlos Capelli, el vicepresidente de Longines, fue el encargado de premiar al gran Edwin Talaverano.
Hacía calor y no nos habría caído mal una cerveza o una copa de vino blanco, pero nadie parecía dispuesto a burlarse de la ley. La hora de la gran carrera se acercaba: el Longines Gran Premio Latinoamericano. Opté por una apuesta simple: términos como trifecta, pick cuatro, triplo, imperfecta o cuatrifecta, por mucho que me los explicaran, me decían que debía pasar tantas horas en el hipódromo como el gran Charles Bukowski, el escritor maldito que gastaba las tardes en los hipódromos y, ante la falta de dinero, apostaba para sobrevivir. En realidad, en San Isidro, nadie tenía cara de escritor maldito. Todos cargaban con una eterna sonrisa y solo unos cuantos hombres –con papeles que parecían guardar estadísticas de todas las carreras del universo– veían algo tan serio y dramático como una corrida de toros.
Bajé otra vez; supongo que si fuera un veterano en las carreras habría preferido el salón con aire acondicionado y las pantallas con alta definición para ver la llegada, pero sentía que la verdad y la adrenalina estaban en las barras de contención. Se oyeron los gritos. Edwin estaba en la mitad del lote, faltaban 10 o 20 metros y su caballo estiró su cuerpo de una manera mágica. Fue todo en una fracción de segundo, de pronto estaba abrazado con su mánager, tomando fotos del dueño de su caballo, en la premiación, con los reporteros de ES PN y Eurosport y lanzando preguntas. Y recordé lo esencial: había apostado. Mi apuesta fue de un dólar. Y Liberal pagaba por cuatro.
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