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'Un país sin bares', columna de Mauricio Vargas

El mes pasado y sin que estuviera previsto, pasé con mi novia seis días en Bilbao, esa gratísima ciudad partida en dos por una amable ría, un brazo de mar que la enlaza con el Cantábrico y en cuyas orillas las fábricas que alguna vez la hicieron gris, lúgubre, fueron reemplazadas por anchos paseos, parques arbolados y el Museo Guggenheim.
Ella nació y se crió cuando las fábricas aún estaban ahí, antes de que las vueltas de la vida la trajeran a vivir a Colombia hace ya dieciocho años. El nuestro no era un viaje de placer. Un joven guapo y vivaz, surfista de grandes olas y largas jornadas de sol y tabla en las anchas bahías vizcaínas y guipuzcoanas -su primo, para más señas, pero que para todos los efectos es como su hermano menor-, batallaba en la flor de los veintidós años contra una dura enfermedad, y decidimos ir a visitarlo.
A media mañana y bajo el sol esplendoroso de un verano adelantado -un sol que es más la excepción que la regla en estas ciudades vascas ancladas entre las aguas bravas del golfo de Vizcaya y la siempre verde cornisa cantábrica- salíamos del hotel hacia el hospital de Basurto para visitar al primo y a su valiente madre, sobrada de entereza para las luchas de la vida y con ese humor bilbaíno que sale de su boca sin que el rostro se le inmute, sin que siquiera amague con iniciar una sonrisa cuando desliza una chanza o dispara una pulla. Las jornadas eran duras, para la madre y para el hijo. Y también para mi novia.
Yo los acompañaba un rato, pero luego los dejaba, reunidos en familia, y me marchaba con algún encargo de mi novia, hacia los almacenes de la Gran Vía, escala obligada en Metro Moyúa, un bar acogedor de larga barra y sólidas butacas de madera, donde sofocaba el bochorno del mediodía con una copa de fresco verdejo. Poco antes del atardecer, me reencontraba con mi novia, apaleada por las tristezas de la jornada.
El primer día creí que apenas le quedarían ganas de comer algo liviano antes de irnos al hotel a descansar. Me equivoqué. Después de desahogar su rabia y su impotencia de visitante de hospital, me dijo con ese tono decidido que solo tienen los vascos: "Vamos a quitarnos de encima esta ira".
Con un paso tan firme como su convicción, ese y los demás días me llevó de la mano a un bar, el Monterrey, el Artajo, el Globo, el precioso Víctor Montes de la Plaza Nueva, o alguno de los varios de la animadísima calle García Rivero, de donde salíamos, renovados y con el alma curada, después de unos riojas o unos albariños.
Y cómo no, con el paladar satisfecho por tres o cuatro pintxos, esas tapas exquisitas siempre recién salidas de la cocina -y nunca recalentadas ni dejadas por horas en la barra, como en otras ciudades españolas-, que bien pueden ser de tortilla de pimientos verdes, croqueta de jamón y queso, revuelto de txangurro o foie gras.
No éramos los únicos en ese plan. Miles de bilbaínos hacen lo mismo a diario, con más o menos tristezas, pero siempre decididos a no cargar hasta su casa con las frustraciones y rabias de la jornada. En vez de ello, se dan una pasadita por el bar, no más de una hora, máximo hora y media, y entre un vino y una caña, un par de amigos, un barman que sabe escuchar y unos pintxos con los que quedan ya cenados, cumplen con una terapia vespertina de sanación y limpieza del espíritu, en vez de ir a descargar esas energías negativas con su pareja o sus hijos. Hay que ver lo que se ahorran en discusiones familiares y sicoanalistas.
En Colombia no existe ese servicio. Aquí hay restaurantes y discotecas, unos para comer y otros para enrumbarse, pero no hay bares donde tomar el aperitivo del mediodía o la copa de antes de acostarse. En parte porque acá la gente es mala para eso de tomarse dos tragos y ya. En parte porque no hay nada más caro que un whisky sencillo en cualquier establecimiento del país.
Y en parte también porque, a diferencia de lo que ocurre en las ciudades colombianas, en Bilbao todo se puede hacer caminando y ningún bar está demasiado lejos de la oficina, ni ninguna casa demasiado lejos del bar. Por la razón que sea, en Colombia la gente va derecho de la oficina a la casa, trancón de por medio en las capitales grandes, y claro, por cuenta de esa rutina, está garantizado no solo el mal día en la oficina sino la mala noche en la casa.
Habría que pedirles a los audaces de la restauración como Leo Katz, Harry Sasson o los Rausch, que se animaran a montar un bar que solo sea eso, una barra de paso -con precios razonables para que valga la pena-, donde recuperarse de los enojos del alma, donde sacarse el veneno acumulado con cada e-mail quejoso, cada reunión de crisis, cada puteada del jefe, cada reclamo de la junta por la caída de las ventas.
Al menos para la clase media y media alta, todo iría mejor. O igual, pero aun si las jornadas laborales siguieran siendo inevitablemente una mierda, gracias a la terapéutica del bar las noches podrían ser de reposo. Y eso ya sería algo. Por cierto: el primo de mi novia va mejor. Ojalá puedan pronto, él y su madre, terminar sus jornadas con una escala en el bar.
mauriciovargaslinares.com / mauriciovargaslinares@gmail.com
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