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Que te vaya bien, Chavela

Como yo era el menor de los tres Vargas Linares, por allá en 1965 pasaba muchas horas solo mientras mis hermanos iban al colegio. Cuando me cansaba de pedalear en mi carrito rojo, o cuando ya había tanqueado todos los vehículos de mi estación de gasolina de juguetes Dame, me instalaba al lado de la radiola y me despachaba los vallenatos de Rafael Escalona grabados por Bovea, los boleros ardientes de Olga Guillot y, por cuenta de un viaje de mis viejos a México, joyas como los corridos de la Revolución grabados por los hermanos Zaizar y un LP que nunca me cansé de escuchar y en cuya carátula aparecía una morena grandota y sonriente, recostada sobre una cruz de piedra, un poncho rojo colgado sobre su hombro y una guitarra que reposaba al otro lado de la cruz.
Mis padres hablaban de esa mujer porque habían ido a escucharla en el Champagne Room del hotel La Perla, en Acapulco, y contaban que se subía al escenario completamente borracha y que, cuando el público imaginaba que se derrumbaría antes de terminar la primera pieza, despegaba del suelo con su voz ronca y sus modales indómitos para que ninguno de los asistentes se fuera del lugar siendo el mismo.
Era Chavela Vargas, y en ese LP yo repetí hasta rayarlos los surcos de La llorona -"Yo soy como el chile verde, llorona, picante pero sabroso..."-, No volveré -"No pararé, hasta ver que mi llanto ha formado, un arroyo de olvido abnegado, donde yo tu recuerdo ahogaré..."- y Un mundo raro -"Cuando te hablen de amor y de ilusiones, y te ofrezcan un sol y un cielo entero, si te acuerdas de mí, no me menciones..."-.
Apenas iba a cumplir cinco años y todavía no había descubierto a Los Beatles, de modo que Chavela, Escalona, la Guillot y otros de la misma ralea marcaron desde entonces mi destino de tomatragos. Pasaron los años, y además de Los Beatles vino la Fania All Stars en los setenta, los años rebeldes de la peña chilena de los Parra y la nueva trova cubana, y los carnavales de Barranquilla de los ochenta con Celia Cruz y el Gran Combo.
Chavela desapareció durante años y cuando casi no era capaz de recordar la carátula del poncho, la cruz y la guitarra, un día de los noventa y gracias a la televisión satelital, me topé con una maravillosa entrevista que le hacía la periodista colombiana Pochola Navarro para TVE.
Hablaba de sus esfuerzos para dejar el alcohol y de cómo había pensado en comprar una isla en Costa Rica (donde nació en 1919, antes de emigrar a México). Chavela contaba que había pasado unos días en la isla y que al principio, el sonido de las olas al romper contra las rocas le había encantado, pero que al tercer día, inquieta porque ese ruido no paraba nunca, preguntó cómo demonios lo apagaba.
Creo que nunca compró la isla, un ambiente ajeno a ella que tanto adoraba la ciudad, el DF, que vivió sobre todo de noche en los años cuarenta y cincuenta, cantando en antros de tequila barato y pistolas veloces; el Acapulco de fines de los cincuenta e inicios de los sesenta, cuando actuó en el matrimonio de Elizabeth Taylor con Mike Todd; Madrid, en donde resucitó décadas más tarde gracias a sus conciertos en la Sala Caracol, donde se convirtió en figura de culto adorada por Pedro Almodóvar y Joaquín Sabina.
Gracias a la entrevista y a que de pronto reapareció en los periódicos y las revistas, y salió de gira, y volvió a grabar ya no LPs sino CDs, recuperé a Chavela y, con ella, pude evocar un trozo perdido de mi infancia, el del carrito de pedales y la estación de gasolina. Compré sus nuevos álbumes y escuché su maravillosa Macorina -himno de su condición sexual tan bien llevada- y Piensa en mí y sus versiones de Sus ojos se cerraron y de Las simples cosas, y me leí cuanta entrevista y cuanto libro aparecieron.
Supe de su infancia de maltrato, del polio del que la rescataron los chamanes, de su madre incompetente y de su padre detestado, de su amor por las mujeres -"Cantarle a la mujer es mejor que perder el tiempo con los hombres", dijo una vez-, de su llegada a México a los 17 años para malvivir en las peores timbas y cantinas de las cercanías de la plaza Garibaldi, de su encuentro con José Alfredo Jiménez, de su rebeldía inmarcesible, de su batalla contra el alcohol -"Los doctores me dijeron que debía dejar el tequila, pero hay imposibles de lograr", aseguró hace tres años-, de su primer disco, el de 1961, el de la carátula con la cruz, el poncho y la guitarra.
Chavela se había convertido en leyenda cuando finalmente pude verla en vivo, en Bogotá, en el Festival de Teatro de 2005. Con 86 años encima, estaba entera, que no digan que el tequila mata. Pensé que era inmortal. Y ahora ya no tengo dudas. La escucho a solas, en mi casa, bien entrada la noche, con un vaso en la mano, y pienso que me gusta su mito, pero que puesto a escoger, me quedo con la cantante.
Bebo un sorbo mientras en el iPod, ella arrastra su ronquera intratable, la aspereza de su vida hecha canción: "Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores (...) Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos...". Que te vaya bien, Chavela.
mauriciovargaslinares.com / mauriciovargaslinares@gmail.com
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