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'La batuta de Pep', columna de Mauricio Vargas

Hace cuatro años estuve a punto de dejar el fútbol. No la práctica, que esa la abandoné hace veinte años cuando me dio terror en el tobillo -y un metro más arriba- ir a pelear un balón dividido, sino su disfrute como espectador. Y es que ya casi no había disfrute.
A lo largo de más de una década, desde el desastre de la selección Colombia en USA-94, acosada por los apostadores de la mafia que luego asesinaron a Andrés Escobar, hasta el cabezazo de Zinedine Zidane a Marco Materazzi en la triste y lánguida final de Alemania-06, el fútbol me había llenado de razones para enviudar de él.
Como un amante abandonado, me había acostumbrado a vivir de los recuerdos, de aquel polvo de madrugada con aquella que tanto prometía y tan poquito cumplió. Vivía del lírico Brasil de 1970. Seguí por televisión -en blanco y negro, debo decirlo- todos sus partidos en directo gracias a que Colombia recién se había conectado al mundo desde la estación satelital de Chocontá.
Estaba a punto de cumplir nueve años cuando me arrobó esa obra maestra de creación colectiva que "Lobo" Zagalo imaginó con la ayuda del explosivo Carlos Alberto, del desconcertante Gerson, de ese rebelde de la zurda que era Rivelino, del cerebro sobrehumano con figura de extraterrestre que era Tostao, de la saeta de la punta derecha, Jairzinho, y claro, cómo no, de Pelé, ese ilusionista sin trucos que puso a hacer al balón todo lo que él quiso y le ordenó.
Añoraba a la naranja mecánica holandesa dirigida por "Rinus" Michels e interpretada por Johan Cruyff, un flaco desgarbado que dominaba el balón con despectiva elegancia y el terreno entero con ligeras ráfagas de su mirada, y que no pudo ser campeona en 1974 porque en la final, en Múnich, el fútbol feo y de pulmones del equipo local le ganó 2 a 1. Cuatro años más tarde, la naranja estaba viva, y eso que ya no estaba Cruyff.
Pero en Argentina-78 terminó por imponerse la dictadura genocida, la maleta con dólares del cartel de Cali que ayudó al seleccionado gaucho a llegar a la final, y los alaridos de aliento de 80.000 gargantas en el Monumental de Núñez, que no solo acallaron los gritos de los torturados y futuros desaparecidos, sino que consiguieron apabullar a los holandeses en el tiempo extra, en una brumosa tarde invernal en la que brilló el "Matador" Mario Kempes.
Mientras Brasil entregaba la dignidad de su fútbol de coreográficos ataques, tras la derrota 3 a 2 ante el ultradefensivo esquema italiano en España-82, César Luis Menotti, el ganador de Argentina en el 78, y más tarde el propio Cruyff, se empeñaron en mantener viva la llama del fútbol-diversión, del fútbol-libertad, del fútbol-arte. Y, qué curioso, los dos flacos fueron a dar al Barcelona como técnicos, Cruyff con mucha más suerte que Menotti, como quiera que entre 1990 y 1994 ganó cuatro ligas consecutivas, una Copa del Rey y tres supercopas en España, a más de tres títulos europeos.
Pero más allá de los trofeos, Cruyff trazó una hoja de ruta que tributaba lo mismo a la excelencia estética del Brasil del 70, que al compromiso colectivo del fútbol total de los anaranjados de Holanda. Esa fue la escuela en la que Josep Guardiola estudió, en un pupitre del medio campo y con la camiseta número 4. Era la génesis de lo que una década y media más tarde convertiría en perfección: el Barcelona que llegó a dirigir, sin haber manejado jamás a un equipo de primera división, y con apenas un exitoso año con el equipo de tercera.
"Ese tipo sabe, papá", me dijo mi hijo de 11 años para sacarme del escepticismo que su nombramiento como técnico blaugrana me produjo en julio de 2008. Y tuvo razón. No lo digo solo por las tres ligas seguidas que ganó (le faltaba una para empatar a su maestro cuando anunció su retiro hace pocos días), ni por la Copa del Rey y las tres supercopas españolas, ni por los cuatro títulos europeos, ni por los dos mundiales de clubes.
Hay algo que habla más y mejor de Guardiola: el fútbol que le hemos visto cada fin de semana en España, cada martes o cada miércoles en la Champions europea. Claro, ha tenido a Lio Messi, y a Xavi, y a Iniesta, y a Puyol, y a Busquets, todos los concertistas de esta sinfónica. Pero cuántos entrenadores de la selección argentina no han fracasado con Messi...
Les ha faltado la magia de la batuta de Pep. Y otra cosa más, la convicción con que la maneja. Primero: el equipo es uno solo y todos deben trabajar para él. Segundo: la mejor defensa y, claro, la génesis del mejor ataque, es tener el balón, tocarlo, hipnotizar al contrario con series de 20 pases o más, hasta encontrar un boquete. Y tercero: si tienes a Xavi, a Iniesta, a Messi, los boquetes aparecen y son aprovechados a punta de poesía. Porque el Barça de Pep no solo ha ganado: ha sabido ganar.
No es únicamente el Casanova que se las levanta a todas, es que al final las deja a todas satisfechas, si es que las feministas me autorizan esta licencia. Lo ha dicho de manera impecable el director de cine David Trueba: "Perseguir la felicidad del aficionado es el empeño de Guardiola". Los aficionados, sí, los amantes de ese equipo de ensueño que gozamos hasta el éxtasis con él, los aficionados que hoy le decimos gracias y que nos desvelamos todas las noches preguntándonos si al dejar Pep la batuta del Barça, se acabará la felicidad.
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mauriciovargaslinares.com / mauriciovargaslinares@gmail.com
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