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Los colores de Ana Sofía Henao

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Foto:

Un solo ojo de color verde, la mirada intensa que atraía la mirada de cualquier persona. El ojo, en la publicidad de una aerolínea, apare-cía en revistas, en periódicos y en vallas por toda Colombia. La primera vez que Ana Sofía Henao trabajó como modelo, solo tuvo que maquillarse el ojo izquierdo, afilar el iris, la pu-pila, mirar fijamente hacia el lente y aguantar por horas los flashes de las cámaras.
Tenía apenas 13 años. Y ese día descubrió la migraña.
Nació en Medellín en 1982. Empezó su carrera como modelo en 1995 y desde entonces, según sus cuentas, puede haber participado en más de 800 shootings y producciones. Ha hecho campañas para marcas de cerveza y de tenis, la han llamado para poner su nombre en colecciones de ropa y es una de las modelos que han hecho leyenda en las pasarelas de Colombiamoda (ha desfilado, por ejemplo, para Carlos Pinel, Silvia Tcherassi y Óscar de la Renta). Sin embargo, nada dejó tanta huella en la cultura como sus cuadernos: desde el 2002 y durante más de una década se agotaban en todo el país –y también en México y en otros países de Centroamérica– los que traían sus fotos en la portada.
Ana Sofía Henao dice que nació para ser modelo. Y tiene razón: sus campañas han salido en todo el mundo. La pueden saludar tanto en un centro comercial de Medellín como en un restaurante de Suráfrica –una vez allí la reconocieron porque había aparecido, hacía algunos años, en una campaña de tenis–. Y siempre refleja la actitud perfecta, ya sea en vestido de baño, con un vestido de diseñador o colgada de un arnés en la fachada de un edificio para una campaña juvenil.
En el estudio de fotografía un cañón de aire estalla cada cierto tiempo haciendo un estruendo y botando cientos de papeles tricolores al aire; ella ni se inmuta con las explosiones y sigue las indicaciones del fotógrafo.
–¿Tienes algún ángulo favorito? –pregunta el director de arte.
–¡Cualquiera! –dice.
Cuando no tiene fotos agendadas, no para de buscar qué hacer: desde que se graduó de diseño no ha parado de tomar cursos de dibujo y de escritura. Puede estar todo un día escribiendo, averiguando sobre los ríos de fuego que existen en la tierra para ambientar el espacio de un cuento, o dibujando a los personajes de su próximo libro. En el 2016 publicó su primer libro, una novela juvenil titulada Belinda, la princesa de fuego (Intermedio Editores), que integra en la historia varias ilustraciones hechas por ella. Pero, ante todo, es una lectora que puede devorar en cuatro días, cuando tiene tiempo, un libro de Murakami o uno de los pesados volúmenes de alguna saga de George R.R. Martin, como Game of Thrones. “Yo me leo cualquier cosa, lo que me pongan enfrente”, dice. “Y no es nuevo: desde que era chiquita no puedo ir a ningún lado sin un libro entre el bolso”.
Usted empezó su carrera como modelo a los 13 años. ¿Qué le decían sus papás?
Me apoyaron, porque vieron que yo quería dedicarme a esto. Es que cuando ves las fotos de cuando yo era chiquita y tenía dos o tres años, con todos mis primos y mi hermano, todos aparecen vueltos nada, llenos de arena en la playa, comiendo paleta... En cambio yo estoy como un postre, siempre mirando a la cámara, superconsciente de cómo va a quedar la foto y de cómo voy a salir en la foto. Yo la tenía clara. Como a los diez había empezado a decirles a mis papás: “Quiero ser modelo”, y ellos respondían: “Espérate, estás muy chiquita”. Y ya cuando a los 13 les volví a decir y me preguntaron: “¿Estás segura? ¡Listo! Si no dejas de estudiar, te apoyamos. Y si eso es lo que te hace feliz, es lo que vas a hacer”.
¿No era muy difícil combinar el colegio con las fotos y con todos los amigos de adolescencia?
Claro. Yo me acuerdo que me tocaba volar-me del colegio –mi mamá me sacaba– y nos íbamos a hacer fotos. Yo empecé a ir a Colombiamoda a los 14 años y llegaba de uniforme a la feria, maquillada, con el pelo recogido, me cambiaba a toda velocidad y salía a pasarela, a trabajar desde las once de la mañana hasta las 6 de la tarde. Ya más grandecita mis amigos me decían: “¡Vamos a tal concierto!”. Yo me moría de ganas, pero les decía: “No, no puedo porque mañana tengo que estar lista a las 4:30 de la mañana y a esa hora ustedes van a estar llegan-do”. Incluso algunos amigos me molestaban y empezaron a decirme ‘Tengofotos’: “¡Nos vamos para la finca! Ahhh... pero ‘Tengofotos’ no puede ir”. [risas]. Era duro, pero a mí nadie me obligó a ser modelo, entonces yo no lo veía como un sacrificio.
Hablemos de los cuadernos: hombres de todas las generaciones la conocieron cuando estaban en el colegio por ese proyecto.
Claro. ¡Eso fue histórico! Tenía 17 años cuando empezó eso. Y bueno, inicialmente me dijeron que yo solo iba a durar un año, máximo dos, porque el mercado de los estudiantes siempre se había mantenido estable y no crecía. Yo dije: “Espere y verá”. El primer año, los ejecutivos de Scribe, que tenían totalmente analizado el mercado, me llamaron y me dijeron que no se explicaban por qué estaba creciendo tanto la venta de cuadernos. Cada año decían: “Esto no puede crecer más, es la última edición”. Pero duramos 13 años con eso.
Usted ha dicho que le impactaba ver en la universidad a profesores con sus cuadernos...
Sí, era raro. Porque cuando veía a mis compañeras de colegio con mis cuadernos ellas no me veían como “la modelo”, sino que estaban superorgullosas de su amiga. En cambio en la universidad sí fue más raro. Me metí a estudiar comunicación y me acuerdo sobre todo de luchar contra ese estigma de que las modelos estamos solo para modelar y ya: me tocó pelear para que me trataran igual en las discusiones, para que vieran que podía sacarme un cinco en un parcial y que incluso me tocaba más duro porque yo ya estaba trabajando. A mí me tocaba estudiar en los aviones y en los aeropuertos... Fue una época dura.
¿Cuánto duró?
Como tres años.
Y ahí mismo se cambió a diseño de espacios...
Creo que me dio la rebeldía cuando empezaron a decir: “¿Entonces te vas a meter de presentadora?”. Yo lo que quería era escribir: a mí me gustaba el ensayo, la crónica, el periodismo. Entonces dije: “Más bien me cambio y me meto más en la parte del diseño, del dibujo”. Es que yo he sido superartística siempre: en el colegio me metía a cuanta actividad había, escribía las obras de teatro, pintaba las carteleras, estaba en el coro aunque canto horrible, tocaba batería... Desde chiquita me metía en cuanto concurso había de ilustración y de cuentos, y cuando empecé a ganar, dije: “Yo sirvo para esto”.
¿Qué concursos eran?
De Empresas Públicas de Medellín y de Prismacolor. Yo tenía como nueve o diez años, me inscribía, hacía mi cuento, lo ilustraba, lo empastaba... Uno de los que ganaron era un cuento sobre el medio ambiente: eran dos mundos, uno superhermoso y otro lleno de contaminación con los árboles muertos, todos oscuros. ¡Y también me acuerdo de escribirlos a máquina! Eso es muy charro porque mientras mis amigas pedían de navidad muñecas y juguetes, yo pedía máquinas de escribir. Mis papás siempre fueron superalcahuetas conmigo y me las daban. Tuve tres máquinas diferentes: la primera era gris, café y negra, no se me olvida el sonido de las teclas y la campanita cuando se acababa la página. Más grande compré una máquina eléctrica. Soy una loca de las máquinas de escribir: cada vez que veo una, me la quiero llevar.
Y también la obsesiona la lectura.¿Cómo es su biblioteca?
Es casi un cuarto entero. Siempre la quiero ver ordenada, trato de tenerla por autores, pero ya no puedo: tengo los libros apilados, unos encima de otros, en doble fila... Pero además hay libros en todas partes, en el nochero, en el cuarto de mi hija, en todas partes. También tengo una colección especial de libros infantiles que empecé a hacer hace mucho tiempo y que ya debe tener como ochenta libros: tengo una edición antigua de un libro de Nathaniel Hawthorne con un cuento de él que me encanta que se llama La hija de Rappaccini; La rosa de Kilimanjaro, de Carlos Puerto, que fue el primer libro que me leí; tengo todos los libros de Benjamin Lacombe, un ilustrador francés que es increíble y tiene una versión de Alicia en el país de las maravillas que es una obra de arte. ¡Es que yo me voy de viaje con una maleta adicional para traer libros! La gente dice: “¿Fuiste a Barcelona y no trajiste ropa?”. Y yo: “No, no traje ropa, pero traje libros”.
Su primera novela ilustrada ya lleva dos años en librerías. ¿Cuándo se decidió a escribirla?
Bueno, yo en mi casa tenía muchos cuentos ya escritos. Hasta que un día dije: “Quiero compartir esto con la gente”. Yo quería entregar la historia muy bien trabajada, entonces empecé a hacer talleres y ejercicios de escritura para contar las cosas con todos los detalles. Ahí me di cuenta de que escribir no era sentarse con una idea, hacer un cuento y ya, sino que había que sentarse todos los días para planear los personajes, para investigar... Cuando sentí que ya tenía lista la historia me puse a tocar puertas, pero no es fácil: la gente piensa que como soy una modelo reconocida, cualquier editorial me iba a decir que sí, pero no. Me acuerdo que una vez me dijeron: “¿Y qué vas a escribir? ¿Poemitas?”. Y yo, nada. Respiré, mostré mi trabajo, porque yo recibo las críticas muy bien, pero quiero que quien lea mi libro no lo prejuzgue y que diga si le gusta o no por la historia, no por quien lo escribió.
¿De qué se trata?
Se llama Belinda, la princesa de fuego. Mi idea es darles a las niñas un mensaje de que pueden ser guerreras, fuertes, luchadoras... De que se pueden ganar las cosas por sí mismas y no por estar con otros. Pero que pueden ser todo eso y también ser princesas, pues esos dos mundos no se contradicen. Lo que pasó es que cuando por fin me dijeron que les gustaba la idea, el editor dijo que no le servía un cuento, sino una novela. Entonces me tocó volver a investigar y crear personajes. Ahí la ilustración fue muy chévere, porque yo a veces creaba al personaje desde el dibujo y después decía: ¿Cómo lo meto en la historia? También leí mucha novela juvenil en esa época –todavía lo hago– y quedé como una adolescente en todas las librerías. [risas]. Es impresionante porque uno encuentra unos tesoros grandísimos. Debe-rían hacerle más fuerza a la literatura juvenil porque hay unas historias impresionantes: yo, por ejemplo, me leí una saga que me marcó. Se llama Hija de humo y hueso, de Laini Taylor. Y son de esos tesoros que uno dice: tiene que haber más cosas así.
Está clarísimo que va a seguir modelando. ¿Pero va a seguir escribiendo?
Sí, ya estoy escribiendo otro libro. Este va a ser más de textos cortos, pero va a ser una historia que tiene que ver ciento por ciento con la magia.
¿Es futbolera?
Sí. Mi esposo se ve todas las ligas. Yo tampoco soy tan obsesiva, pero los domingos, mientras yo estoy leyendo, él está desde las siete de la mañana viendo partidos. Así yo voy viendo los goles y quién va ganando.
¿Y del fútbol colombiano?
Uy... voy a decir. Soy hincha del Nacional. Voy al estadio cuando puedo, soy abonada y, eso sí, si alguien se da cuenta de que yo estoy en la tribuna, inmediatamente todo el mundo me pide fotos. Ahí estoy siempre, me encanta ir a verlos jugar y a comer paleta de mango biche.
¿También sigue a la Selección?
Claro, soy seguidora de la Selección. No me he ido a viajar para verla –mi esposo sí–, pero voy a los partidos cuando puedo. Yo soy de las que ponen foto con la camiseta de Colombia y con la cara pintada; sufro en todos los partidos.
¿Cómo ve la Copa América?
No sé... Si me hubieras preguntado hace un año te hubiera dicho que súper. Me gustaba Pékerman, pero ahora con Queiroz siento que tenemos que esperar para ver cómo funciona.
¿Ese gusto del fútbol viene de familia?
No, mi papá era cero futbolero. A él le saqué fue el gen lector.
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